Recuerdos de Semana Mayor

Recuerdos de Semana Mayor

JACINTO GIMBERNARD PELLERANO
Tres iglesias en la calle Padre Billini. Frente a la imprenta de mi padre, la más triste de todas: Regina Angelorum, Reina de los Angeles. Guardaba con más celo que ninguna otra la negrura de sus piedras, de sus contrafuertes que le daban cierto aspecto de fortaleza medieval al enfrentar la adjunta plazoleta, testimoniando inclemencias de siglos con terquedad sombría, señalando la inexistente y ya fantasmal cruz de Regina, donde se abrazaban los delincuentes perseguidos para obtener perdón.

En cuanto a los otros dos templos, el ex-Convento de Dominicos proyectaba cultura universitaria, porque su instalación pasó, en 1538, de la categoría de Estudio General, a la categoría de Universidad, la primera del Nuevo Mundo. La tercera imagen, más lejana a mi vista era la del misterioso Convento e iglesia de Santa Clara, que no sé, si por más lejana, me resultaba poco impactante.

No creo que existan en el mundo campanas más atristadas, apesadumbradas y dolientes que las de Regina, llamando a misa, especialmente en los atardeceres, cuando el día muere y se eleva lentamente una sensación de final que, tal vez, traiga al día siguiente un nuevo amanecer y un puñado de incógnitas asustantes.

Otro día, otro misterio.

En días y noches de Semana Mayor, todo cambiaba. Surgían personajes inusitados, la humildad renacía como una Edelweis, esa flor de las montañas alpinas, el silencio adquiría un peso mesurable, la prensa Optimus de papá, obligada a funcionar a causa de agobios económicos, se asordinaba inexplicablemente y todo funcionaba con renuencia y tristeza, los motores eléctricos se relentaban, un desgano inusitado -que no precedía ni a tiempos de festividades y asuetos- se adueñaba de toda la atmósfera del taller y mi padre, contagiado, ordenaba detenerlo todo y cerrar las grandes puertas de la imprenta.

Tal vez Cristo no fue crucificado en esta fecha exacta ni en este exacto tiempo.

Eso no importa.

Tenemos un tiempo de recordación de tan enorme sacrificio en favor de la humanidad.

La Semana Mayor es misterio de recordación y consecuencia. Así pasen los años frívolos, sustituyendo el silencio místico de antaño, cuando en nuestro pueblerino país, con sus encantos inocentes, se cubrían con trapos las ruedas herradas de las carretas y se machacaban anticipadamente las especias utilizadas en la cocina para no disturbar el silencio, la taciturnidad y el sosiego respetuoso que generaban los días de horrible sufrimiento, crucifixión y muerte de Cristo.

Aún por los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo, Jueves y Viernes Santos eran días solemnes cargados de poesía. En las noches tempranas del Jueves, veía desde las rejas de la imprenta de mi padre las multitudes que, como escapadas de las sombras de viviendas insospechadas, salían contritas a visitar los Monumentos, a leer un viejo ritual en cada templo en el cual se honraba la presencia de Jesús en el Sagrario, como testimonio de su permanencia a través de simbolismo de la hostia consagrada.

Ese drama de la Pasión se me clavaba especialmente en las noches, cuando una luna lechosa, aguada, llorosa, aparecía y escapaba tras nubes grises de luto.

Algo muy personal e inexplicable.

En cierta ocasión en que publicaba yo en el Listín una serie de artículos filosófico-sociológicos acerca de La Identidad del Hombre, interrumpí la secuencia para volcar mis sensaciones de un Jueves Santo a través de lo provocado por esa luna doliente.

Mi padre, tal vez sólo por «joder» – como él decía- me reprendió por haber interrumpido una secuencia filosófica para hablar de «esa vaina de la luna».

Nunca lo sentí más ficticio. Años atrás me había confesado que no soportaba los atardeceres y se metía en el cine hasta que el día muriese y se hiciese promisoria noche de estrellas y de luna saludable y fuerte.

Todavía, gracias a Dios, me impactan las lunas misteriosas de Semana Santa.

No quiero que éso cambie. No quiero perder la magia poética de la vida y de la muerte.

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