Finalizada la segunda guerra mundial con la derrota de Alemania y Japón, emergió la gran nación de Los Estados Unidos de América como el gran poder hegemónico del hemisferio occidental; Nueva York como la capital comercial y las agencias de noticias estadounidenses como las mayores distribuidoras de informaciones en todo el planeta. Hollywood advino como la meca del cine y la industria automovilística llenó de carreteras y puentes la superficie de la tierra. 75 años más tarde, la conexión de internet con sus vasos comunicantes de Facebook, Twitter, Instagram, WhatsApp y Netflix, entre otras, ha hecho de la patria de Washington el Olimpo mítico global.
Los teléfonos inteligentes compiten y ganan sobre el cepillo dental en cuanto a su uso y frecuencia diaria. Nunca como ahora estuvo el Homo sapiens tan comunicado en tiempo real. Voz e imagen se graban y transmiten instantáneamente con poco o ningún control. Cada día se torna más difícil separar lo real de lo ficticio basándonos en los vídeos que diariamente recibimos. Gracias a la rapidez de la conexión el público conoce la magnitud de la pandemia en su comunidad, país, región, continental o mundial.
En el ámbito social rara vez aparece una invención beneficiosa que no tenga algo de impureza o maleficio. Las informaciones se han constituido en un diluvio en el que nadamos y nos salvamos, pero también corremos el riesgo de perecer ahogados. El azar es una constante probabilística difícil de predecir. Sin embargo, una combinación de persona, lugar y tiempo se conjugan para generar un evento capaz de sacudir la torre humana.
En medio de la crisis sanitaria desatada por el covid-19 la población estadounidense batallaba la pandemia acercándose a los dos millones de casos positivos y una mortalidad por encima de cien mil, se produce un evento trágico policial. En la ciudad de Minneapolis, estado de Minnesota, un fornido agente policial blanco, utilizando una de sus rodillas ejerce presión sobre el cuello de un ciudadano negro, colocado en posición horizontal, e impedido de moverse. Ocho minutos y cuarenta y cinco segundos eran el doble de lo necesario para interrumpir mortalmente la circulación sanguínea por el cerebro de la víctima, impidiendo la llegada de oxígeno a las neuronas, dando lugar a una asfixia mecánica por compresión. La manera del deceso evidentemente es un homicidio. Ese tipo de fatalidad no es infrecuente en el quehacer de los responsables del orden público. Lo inusual del evento ha sido lo oportuno de una persona que grabó el evento con un audio nítido y un video que solamente un Estudio de Hollywood la iguala.
La audacia de colocar esa fílmica en las redes sociales en un momento en que millones de norteamericanos están en cuarentena y desempleados, permitió que mucha gente viera y se conmoviera ante tan inhumana conducta. La debacle que siguió a nivel nacional resonó negativamente a nivel internacional y todavía continúa haciendo eco. Así como hablamos de marcadores del tiempo, poniendo un antes y un después, tenemos que separar un antes y un después de la Internet y las redes sociales. Habrá que abrirle otro espacio a un antes y un después del coronavirus. Los estadounidenses trazarán otra raya que establezca un período anterior al homicidio de George Floyd y el otro posterior a esa tragedia.
Mucha razón tuvo Publio Terencio Africano cuando escribió: “Soy un hombre, nada humano me es ajeno”