Redondeando los muertos

Redondeando los muertos

Un cuatrienio dedicado en toda su plenitud a indagar cómo seis mil doscientas personas han perdido su don más preciado, que es el de la vida, nos conduce de manera inevitable a una honda reflexión alrededor de la increíble vulnerabilidad del ser. Sabe el hombre cuando nace, mas no cuándo va a morir; esa es una de las grandes verdades que ha estado vigente a través de siglos.

El sentido trágico existencial se contrapone al positivismo, que tuvo su apogeo en el siglo XlX, y que aún mantiene vigencia en millones de almas. Nacer y morir son el anverso y el reverso de una misma moneda. Parado alrededor de la mesa de autopsia y disecando a través de los tejidos y cavidades corporales hemos enfocado nuestra vista y prestado oído a la narrativa de cada difunto sometido al experticia.

A modo de coro fúnebre, unos tres mil cuatrocientos veinte individuos idos a destiempo han entonado al unísono: ¡nos mataron! De inmediato les hemos preguntado el por qué de sus muertes y ellos han respondido: nos asesinaron porque hicimos lo que nos habían enseñado. Dicen que la sociedad les educó para que desde niño se drogaran, mintieran y robaran.

Ya de adolescentes hicieron del engaño, la mentira y el robo una costumbre, pero a fin de simular lo contrario y aparentar ser modelo de ente feliz sobre la tierra, se refugiaron en el alcohol y los estupefacientes. Todos cayeron bajo el fuego de las balas, el filo del machete o la punta del cuchillo. Triste final para esos miles de jóvenes en solamente cuatro años.

Más de seiscientos fallecidos mostraron sus cuerpos llenos de traumatismos que iban desde abrasiones, contusiones y laceraciones, hasta fracturas múltiples, decapitación o desmembramiento. Al cuestionarles acerca de las circunstancias en que habían sufrido tanto daño corporal nos aseguraron que conductores embriagados o distraídos, manejando vehículos de motor, incluidas motocicletas, habrían colisionado en las coordenadas tiempo- espacio, dando al traste con sus vidas. 

Trescientos diez personas repartidas entre ambos sexos posaron horizontalmente en la sala de necropsia para sorprendernos con lo que lucía a simple vista como una falacia.  Cada una de ellas sin excepción se había quitado la vida, en agudo episodio de extrema depresión. Preguntadas sobre el particular, contaron que momentáneamente vieron su futuro inmediato de gris a oscuro, atrapados en un callejón sin salida, eligieron como mejor alternativa la cesación de sus funciones vitales, ante la disyuntiva de verse presionadas a seguir transitando por un valle de dolor y de lágrimas profundas.

Habían perdido la esperanza.  Un mil seiscientos y tantos pacientes se cansaron de clamar por atenciones médicas oportunas y efectivas que nunca llegaron para mitigar o curar sus males y evitar así un prematuro entierro. Fueron obligados a despedirse a destiempo. Entre estos se contaban mujeres embarazadas, parturientas, recién nacidos. Son muchos más los que prefirieron el silencio, cargando al cementerio y guardando sellado en el fondo de sus tumbas el misterio de sus decesos.  Tal vez no deseaban que nos sintiéramos cómplices de sus muertes.

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