Quienes están sentados en el banquillo no son solo los encartados en el caso
Michel Foucault habló muchas veces de la “burocracia del martirio” (“Vigilar y castigar”), acercando peligrosamente la tortura a la “producción de verdad”. Numerosos son los pensadores que han objetado estas proposiciones de los estudios de la sociedad disciplinaria que ocuparon las preocupaciones de Foucault. Pero lo cierto es que únicamente nos apoderamos de la naturaleza del “Estado profundo” (Weimar), en medio de las crisis que lo dejan reducido al ser desnudo.
Escuchando a la fiscal Yeni Berenice enumerar tantas formas de robarse la riqueza pública, en la llamada “Operación Coral”, saltaba ante mis ojos el modelo hiperbólico de un relato fantástico.
Únicamente así, situados ante la irrebatible realidad de lo concreto, el sistema se desnuda. Los dos gobiernos de Danilo Medina erigieron un valladar de desinformación respecto del funcionamiento de la corrupción como sistema en su seno, y la irrebatible verdad de que la corrupción había alcanzado el nivel de Política de Estado. Todo el aparato mediático del danilismo gobernante se proponía negar la existencia de la realidad externa y salvaguardar la infalibilidad del líder (Danilo ante los periodistas: “¿Cuál corrupción, cuál corrupción? Dígame un caso concreto, ¿Cuál corrupción, cuál corrupción?”)
Los sistemas de dominación no construyen un estándar para la verdad. Desde Platón se sabe que comienzan por prostituir la lengua, y el propio Platón estudió la gramática del poder, dándole una cierta licencia al príncipe.
Esa licencia tenía un límite y era que el príncipe mintiera solo en provecho del bien común. El príncipe no podía abrir un abismo entre la realidad y lo proclamado en el discurso, un divorcio estructural entre la verdad que está evidenciada ante los ojos de todo el mundo, y lo que despliega como sustentación de la razón (“Cuál corrupción, cuál corrupción”), porque caería en el ridículo.
Danilo empleaba el lenguaje ante los periodistas con la insidia de la intimidación, hablando desde la majestad del poder para yugular el pensamiento crítico. Un hombre airado, inseguro, con una voz gangosa ante los periodistas, berreando los conceptos, rápidamente traspasaba el límite que la gramática del poder de Platón daba para que el príncipe no se hundiera en el ridículo.
Un solo juicio, en su fase preliminar apenas, los deja reducidos al ser desnudo. Todas las mentiras, todo el esfuerzo opíparamente pagado a las bocinas, las hipérboles de sus realizaciones, el trastrueque infame de la realidad percibida por los sentidos, las exageradas pompas de una gobernanza festiva que desperdiciaba sin piedad el dinero público, el lujo de dárselas de haber construido un país de clase media, la dolorosa fábula de haber sacado de la miseria a millones de marginados que ahora ven, incrédulos, los intersticios del sistema; han llegado a un punto en el que perdieron su significado, se han transformado en su contrario, porque la rapacidad del danilismo era tan extrema, que el relato de la “pastora” y el general significan la afirmación sin pudor del nivel inimaginable del sistema de corrupción operando desde el Palacio Nacional.
Reducidos al ser desnudo, y transparentes. Quienes están sentados en el banquillo de los acusados no son tan solo los encartados en el caso.
La resonancia perturbadora de la hipercorrupción requiere del control de casi todas las instituciones de los poderes formales, particularmente de la Justicia.
Por lo mismo, este juicio habita un espacio de estupefacción, y de mudez, porque los acusados son un significante que remite a otro significante. Mirándolos, pensamos más en el sistema que les permitía actuar que en ellos mismos. Lo que ellos reproducían en su práctica corrupta, se legitimaba en el modelo exitoso que desde el Palacio Nacional se ejecutaba.
Es el danilismo en acto lo que se juzga, no es un relato lineal el que ellos levantan, porque cada uno de ellos ha sido conformado, consciente o inconscientemente, por una cultura de legitimación de la corrupción, afincada en una “política de Estado”. Las sociedades son siempre una tupida red de pequeñas y grandes complicidades, y los modelos hegemónicos se reproducen constantemente.
Reducidos al ser desnudo. Esas fracturas políticas y sociales nos permiten ver hacia adentro de un poder corrompido que llevó al extremo la corrupción como sistema.