POR TELÉSFORO ISAAC
Se ha ponderado y escrito mucho sobre todos las posibles relaciones entre Dios y el hombre, entre un ser humano y su prójimo; entre el individuo y la sociedad, mas, no existe, ni remotamente comparable, lo escrito sobre el hombre y la naturaleza, sobre el mejor y mayor uso de los recursos que tenemos a nuestra disposición en el mundo, desde una perspectiva reflexiva de la moral cristiana o simplemente teológica.
Hace sólo algunos años que el teólogo cristiano se ha visto motivado a reflexionar con más frecuencia, y a expresar con mayor vehemencia sobre el problema ético-moral del abuso de la naturaleza, que el buen Creador ha puesto bajo el dominio del hombre.
Muchas veces las reflexiones teológicas son meras especulaciones, ejercicios intelectuales o sencillamente están llenas de ideas abstractas que no conducen a una convicción apropiada. Otras veces son conclusiones quasi-filosóficas o carentes de conclusiones que eduquen o fortalezcan espiritualmente.
No quisiera que esta reflexión sea una de esas que sólo son nueces huecas; por tanto, quiero compartir con ustedes un hecho concreto para darle algo de vida a esta exposición, o por lo menos, brindar un ápice de realidad ante una situación concreta.
Durante mis estudios de teología en el Seminario de Mont Rouis, cerca de Saint Marc, Haití, el rector del Seminario invitó a un experto en ecología para dar una conferencia a los estudiantes como parte de la Pastoral Situacional del Ministerio.
El experto era un agrónomo jamaiquino enviado por las Naciones Unidas para ayudar al gobierno de ese país con el problema de la deforestación. Había pasado muchos años en ese país buscando formas para reforestar las áreas devastadas. Buscaba la forma para detener la erosión, para que lloviera de nuevo y fertilizara los terrenos para sembrar con la esperanza de buen rendimiento. Buscaba sembrar árboles que no fueran cortados por los campesinos. Después de mucha investigación, el agrónomo descubrió que había un árbol sagrado para la mayoría de los campesinos haitianos.
En verdad, nadie se atrevía a cortar ese árbol porque se creía que en él habitaba un espíritu o lua; era intocable. Ese árbol era el único que crecía libre, frondoso por todas partes del territorio haitiano. Con la ayuda de fondos de las Naciones Unidas y con la cooperación del gobierno en turno, el experto jamaiquino comenzó un gran vivero y luego sembró miles de estos árboles por todos los campos.
Estos árboles crecieron por un tiempo y la esperanza de ver a Haití reforestado y verde se hizo patente. La esperanza de parar la erosión y de ver caer la lluvia entusiasmó a muchos. Se esperaba ver los ríos correr, los campos fertilizados, los sembrados por todas partes y las cosechas abundantes.
Había una expectativa esperanzadora. El resultado se vería en cuestión de unos años; pero pasó algo inesperado: Los protestantes evangélicos, los adventistas, los pentecostales, los episcopales, los bautistas y metodistas comenzaron a invadir los campos más remotos con sus prédicas y la evangelización fue realmente agresiva, impactante e influyente.
En sus mensajes evangélicos, los cristianos de la Reforma afirmaban que había un sólo espíritu y ese es Dios el Espíritu Santo, quien vivía en el cielo y en el corazón de los creyentes; pero jamás en un árbol.
Muy pronto los campesinos creyeron las palabras de los predicadores, perdieron el temor de los árboles sagrados y comenzaron a talarlos para hacer leña y carbón, ya sabían que eran propicios para combustible y no para guardar como objetos sagrados.
Las faldas de las montañas de Haití que habían comenzado a reverdecer, pronto perdieron sus crecientes árboles y las laderas fueron peladas de nuevo. Las incipientes lluvias cesaron, los cultivos menguaron; la carencia de productos agrícolas comenzó a escasear de nuevo; mas, el pueblo que había conocido a Jesucristo, el Salvador, alababa a Dios porque había perdido el temor al árbol sagrado. El pueblo había encontrado el camino para ir al cielo; sin embargo, se languidecía en la pobreza en el paraíso terrenal que Dios les había destinado a vivir.
El experto agrónomo jamaiquino terminó su conferencia diciéndonos que a veces la religión puede ser el opio del pueblo, y este es un caso verídico pero patético y conmovedor.