La virtud de la enmienda: La escena pasa en un hospital de España a cargo de las Hermanas de la Caridad. Hay allí un pobre librepensador, con la cabeza más dura que un guardacantón, y tan prevenido contra monjes y frailes, que no hay quien le haga prepararse a morir cristianamente.
¡Hipócritas, embusteros!, gruñe para sí, recordando lo que de la gente beata dicen los periódicos librepensadores. Mas llega un día en que, después de haber llenado de injurias a la monja que le asiste, injurias que ella le paga en bizcochos con jerez, entra en la sala una señora de alta posición a visitar a los enfermos.
Corre entre éstos la voz de que aquella señora es millonaria y parienta cercana de la hermana de los bizcochos.
Hermana, dijo el enfermo testarudo, dirigiéndose a la monja, ¿es cierto que esa señora es parienta de usted?
Es hermana mía, contesta la monja con la mayor naturalidad.
El enfermo se queda estupefacto y baja la cabeza. Después la mete entre las sábanas. Y después la saca hecho un mar de lágrimas, gritando:
¡Hermana, hermana! Ya puede usted mandarme un capazo lleno de frailes, que quiero confesarme ahora mismo.
Pero ¿qué es esto, hombre?.
¿Qué ha de ser? Que una mujer como usted, que podía estar en su casa disfrutando millones, y está aquí sufriendo insultos míos, no puede engañarse ni engañarme.