El Estado y sus instituciones deben estar al servicio del cuerpo social completo de los ciudadanos y ciudadanos que lo conforman y por ende su ordenamiento jurídico y su producción legislativa deben servir de base normativa para ello.
Ninguna ley, reglamento u ordenanza puede estar al servicio de una parte de la población en perjuicio de otra y muchos menos expresar sesgos de creencias y valores de particulares, el Estado debe ser neutral, plural, inclusivo y sobre todo democrático en materia de derechos y deberes. Nadie por encima de la ley, la ley en contra de nadie para favorecer a nadie.
El Estado no está para controlar la intimidad (para cuidar el derecho de ella sí) de los cuerpos de sus ciudadanos y ciudadanas, aunque sobren ejemplos históricos de prácticas totalitarias de gobierno que han asumido la tortura sobre ellos.
El Estado tampoco puede, bajo ningun precepto religioso o jurídico, decidir sobre lo que un ser humano hace o no con su cuerpo en la más estricta privacidad y bajo el más profundo estado de autoconciencia.
Ni el Estado ni tampoco ninguna otra institución social puede imponer arbitrarios culturales a seres humanos en desmedro de sus libertades fundamentales, en especial aquellas que implican lo que impacta directamente su trayectoria existencial, al revés, el Estado en tanto que conjunto de todos y todas está llamado a proteger y cuidar la existencia de sus habitantes.
Durante siglos, los Estados, las iglesias y los hombres que han dirigido y controlado ambos estamentos han subsumido, condicionado y distorsionado los roles que en la esfera de la vida las mujeres, como ciudadanas, les han tocado y les tocan ejercer.
En especial han instalado en el imaginario colectivo la categoría mujer como instrumento de sexualidad, fecundidad, maternidad y domesticidad.
A pesar de los significativos y evidentes avances que el feminismo en sus diversas vertientes y trayectorias ha impulsado desde la década de los setenta del siglo pasado, a la mujer aún se le sigue asignando un papel secundario en los escenarios de poder y sobre todo les cuesta muchísimo más alcanzar su autonomía plena en tiempo y espacio.
Se necesita resignificar los pilares de convivencia humana desde una mirada de superación de los imperativos sociales que jerarquizan y potencian los estereotipos de género bajo los cuales el horizonte de derechos y posibilidades de los hombres sobre las mujeres es siempre mucho más amplio, mucho más visible y sobre todo mucho más realizable en la realidad concreta.
Debe constituirse y difundirse una pedagogía de las sensibilidades a través y desde la cual surja y se imponga una nueva masculinidad que se dé permiso para una ética de la aproximación con las mujeres no para poseerlas o controlarlas sino para liberarlas del machismo y sobre todo del miedo a ser por sí mismas en un orden que las encierra en prejuicios y juicios de valor sobre sus cuerpos y elecciones de vida.
Para comprender las causales de interrupción de un embarazo debemos ir más allá de sus implicaciones visibles, debemos ir al modo en que desarrollamos nuestras diversas identidades, la forma en la que practicamos nuestra sexualidad y la manera en cómo gestionamos nuestros afectos, presentes y/o ausentes, y sobre todo en cómo nos damos permiso para ser auténticos y auténticas en ello.
La causa matriz de las causales es la violencia simbólica y concreta practicada desde una forma de ejercer el poder sobre los otros que no piensan ni son como yo. El origen de la vocación de control de las causales de interrupción de un embarazo subyace en la ancestral idea de que algunas instituciones y/o seres humanos pueden decidir sobre las mujeres sin que medie
ninguna consecuencia. Es tiempo de que la arbitrariedad ceda el salón del baile de la democracia a la única presencia imprescindible, la libertad, y en ella a las mujeres que la representan.