“Un zorro cambia el pelo, pero no los hábitos”. Suetonio. Historiador Romano.
El próximo domingo las urnas dominicanas volverán a expresar cansancio y voluntad de cambio. Una mayoría del pueblo dominicano de la mano de un mantra político reciclado volverá a decirle a una fracción de las elites gastadas y desgastadas: Se Van. Justo y necesario resultado a la luz de lo sucedido en los dieciséis años de neopeledeismo (dieciséis no ocho, para que conste en acta). Lamentablemente no será la primera vez y es muy probable que tampoco sea la última.
En diciembre de 1962 el candidato del cambio postdictadura ganó las elecciones con el apoyo del 57% de los electores. Tras un golpe de estado y una guerra civil transformada en guerra patria, en 1966 el cambio fue derrotado de forma fraudulenta por la restauración conservadora. En 1978 el cambio fue mutilado en el Senado y terminó suicidado en el Palacio Nacional. En 1986 el cambio terminó siendo un fraude para restaurar lo que el pueblo y los «liberales de Washington» habían expulsado del gobierno. En 1990 y 1994 el cambio fue abortado por el «padre de la democracia» y sus cómplices, el mismo que luego traería el nuevo camino en 1996 para que el cambio fuera el del gatopardo, que todo cambie para que todo siga igual.
Ya en este siglo, cambiamos en el 2000 de colores y partidos de gobierno para tras una profunda crisis económica en 2004 volver a cambiar el cambio por lo mismo que habíamos sustituido cuatro años antes. Hemos sido el país del cambio sin cambiar nada desde la muerte del tirano en 1961.
Hoy estamos otra vez a las puertas de un cambio de gobierno, de autoridades y de políticas públicas. Es el llamado cambio posible, como alguna vez me dijera un buen amigo del partido opositor camino a gestionar el poder ejecutivo a partir del dieciséis de agosto. Este es el cambio posible dentro del sistema, por y para preservar el sistema. Ni más ni menos.
El cambio necesario y profundo de la democracia queda pospuesto otra vez por el cambio posible y ciertamente imprescindible. Las expresiones políticas herederas de las tradiciones revolucionarias y de sus liderazgos referenciales (Bosch, Peña, Manolo, Caamaño) quedan subsumidas y anestesiadas por las prioridades coyunturales (como siempre).
Instaladas las nuevas autoridades y tras un prudente periodo de gracia y un riguroso proceso de autocrítica de las fuerzas del cambio postergado, nuevas expresiones políticas deberán asumir la agenda por la democracia verdadera: constituyente, popular, caribeña, negra y mulata, ecológica, saludable, femenina, sexualmente tolerante, laboralmente justa, educativamente inclusiva y radicalmente volcada en beneficio de la liberación definitiva de las clases frágiles y manipuladas del país. Esas que ahora (y como siempre) son llevadas como ganado de politiquería a las urnas.
El cambio democrático queda como tarea de las nuevas generaciones, la mayoría nacida en las últimas décadas del siglo XX. Su reto es grande, vencer los antecedentes históricos y coyunturales sin ser subsumidos por las elites conservadoras como sus ancestros. Les toca ahora enfrentar el dilema de Cayo Julio Cesar en tiempos de la república romana, aquella noche de enero del año cuarenta y nueve a.c. frente al Rubicón: Alea iacta est.