No soy quien para condenarlo. Tampoco lo comparto. Quisiera entenderlo y trato. Los años 60 quedaron atrás. Algunos que los vivieron decidieron enterrarlo; le dieron muerte a la utopía que desvela a los soñadores, y se engancharon en la cresta del neoliberalismo deshumanizado.
Del mercado libre. De la oferta y la demanda donde todo se compra y se vende al mejor postor. Sin ningún rubor, sin asombro alguno. Sin que la conciencia quede perturbada por algún atisbo de moralidad perversa. El mercado mercantilista sustituye los símbolos, las convicciones. Es el pequeño dios que manda y decide. Ellos lo agitan, condicionan y deforman. Ideólogos, teóricos, voceros, hacedores de encuestas, de opiniones de imágenes, artistas, peloteros, intelectuales hacen fértil la puja. El ganador se lleva el botín.
La consigna, gana el que más da y complace, no el que ofrece. Y se lanzan a la conquista del poder. El mercado votante es amorfo, veleidoso, hay que saberlo conquistar, no importa su costo. El fin justifica los medios, todo es lícito y permitido. Importa sólo el objetivo perseguido: Jalisco nunca pierde y cuando pierde arrebata. El triunfalismo opositor, alucinado, se presta al doble juego. Cree en sus propias mentiras y contribuye con ellas a su derrota. Vergüenza contra dinero. El mercado que finalmente decide es otra cosa: La presa deseada. Preñado de necesidades, constreñido, azuzado, con miedo de perder lo que tiene, lo subasta porque su voto, lo único que importa en ese preciso momento, pronto será desecho que cumplió su efímero destino
Los mercadólogos cuentan con ese caudal y con las alianzas, siempre en acecho. Entes incapaces de ser, inertes, que dependen para sobrevivir de ese artilugio, la gran industria electoralista, respiradero artificial que tritura ilusiones, donde se nutren oportunistas sin bandera, junto a la gran masa desposeída, atrapada en una disputa que no le pertenece, adobada con dádivas y prebendas de reyes magos. La muerte de las ideologías es causa y razón de ser. La política dejó de ser cosa seria. Una cuestión de creencias, de convicciones, de lealtades, de valores éticos, patrióticos: La Patria es ara, no pedestal. El signo de nuestro tiempo es otro dulce y decoroso es vivir de la Patria.
De su ordeño, febril, desesperado. Sin sufrimientos, sin remordimientos. Como cualquier producto, el porvenir de la Patria se puede comprar y se le vende al mejor postor. Luce un for sale en la espina dorsal. Sirve para todo. Vende clientelas, costea campañas, guerra sucia, endeuda a la nación, y engatusa y corrompe a todo aquel que no alcanza a comprender el inmenso valor del voto ni el significado de una democracia que no trasciende, gustosamente pagado por los mercaderes del templo, que decretaron la muerte de las ideologías, el fin de las utopías realizables. Sin pena ni gloria, pasó la jornada. La fiesta de la democracia pasó. No fue celebrada por el pueblo que resignado intentó derrotar, sin saber cómo, el pragmatismo vergonzante del mercado electoral.