Reflexiones desde el encierro. La importancia y belleza de lo nimio. 1.

Reflexiones desde el encierro. La importancia y belleza de lo nimio. 1.

Esta es la canción que canto cada mañana al despertar,
Para agradecerle al Cielo,
La gentileza de un nuevo día,
Es decir, de una nueva oportunidad.
Porque siempre se puede empezar de nuevo,
En una eternidad siempre se puede empezar de nuevo,
Y esto es tan cierto como que el paraíso no está perdido sino olvidado
Este es un nuevo día,
Para empezar de nuevo,
Para buscar al ángel,
Que me crece los sueños.

Para cantar,
Para reír
Para volver
A ser feliz (…)

Perdona hermano que yo no entienda que no seas feliz
en tan bello planeta,
que hayas hecho un cementerio de esta tierra,
que es una fiesta.
Tienes un corazón, un cerebro,
Un alma, un espíritu,
Entonces cómo puedes sentirte pobre y desdichado.
En este nuevo día,
Yo dejaré al espejo,
Y trataré de ser,
Por fin un hombre nuevo, (…)

Este es un nuevo día,
Para empezar de nuevo,
Para buscar al ángel,
Que nos crece los sueños
Para cantar,
Para reir,
Para volver
A ser feliz. Este es un nuevo día de Facundo Cabral

La vida nos regala risas y lágrimas, alegría y dolor, felicidad y tristeza, salud y enfermedad. Esa es la dualidad existencial, el ying y el yang, en una dialéctica que a veces se superpone. Las lluvias, la humedad y el calor han afectado a una gran parte de la población, provocando problemas respiratorios. Yo no fui la excepción. Mi condición de asmática severa se exacerbó que me llevó primero a un largo aislamiento en la casa y luego a un internamiento no deseado, pero sí obligado.
Durante los días de encierro tuve la oportunidad de reflexionar. Compartí mis reflexiones con mis amigos, y todos me pidieron que publicara esas reflexiones, nacidas desde el fondo de mi alma. Lo pensé mucho y después tomé la decisión de compartirlas con los lectores de mis Encuentros sabatinos.
Reflexión 1
Abrí los ojos, y me di cuenta que había nacido un nuevo día. Fui testigo de su nacimiento. A pesar de que las cortinas de la habitación de la clínica me impidieron ver el amanecer. Y consciente de eso, di gracias al Dios de la Vida por ser testigo de este milagro cotidiano que, por las prisas, las preocupaciones del día a día, olvidamos contemplar, pero sobre todo agradecer.
Acostada todavía en la cama, pedí que me abrieran las cortinas y vi los primeros rayos de sol. Me quedé contemplando por la ventana. Me sentí dichosa de sentir el calor del sol que entraba.
Descubrí de nuevo el pequeño gran placer de la libertad de movimiento. Cuando la enfermera me liberó momentáneamente de mis trabas obligadas, los cables de oxígeno y los cordones del suero, me sentí feliz. Podía mover libremente mis brazos. Entonces, emocionada corrí hacia la ducha. Me daría el baño más largo e intenso de mi existencia. Era un momento único e íntimo. Sentí cada gota de agua que se deslizaba por mi cuerpo. Cerré los ojos para sentir la sensación del agua limpia que aliviaba mis penas. Disfruté de ese pequeño placer cotidiano como si fuera el último de mi vida.
Una vez finalizada la ceremonia maravillosamente íntima, me vestí con un pijama limpio. ¡Qué delicia sentir la ropa limpia sobre tu cuerpo! Me di cuenta que esas pequeñas sensaciones no pueden ser disfrutadas porque actuamos de forma mecánica, como autómatas que corren hacia la carrera existencial. Pero en ese momento de soledad e intimidad obligada, haber tenido la oportunidad de disfrutar de la fragancia de una ropa limpia, me hizo amar, aún más, los pequeños placeres de la vida. Un disfrute que también olvidamos por el ritmo cotidiano que impone esta loca y caótica ciudad, cada vez más invivible.
Después de la especial y muy íntima ceremonia, me senté en el sillón que estaba al lado de la ventana. Espero pacientemente el desayuno ligero que ofrece la cocina de la clínica. Deseaba con ansias un café caliente, como el que me hace Rafael cada mañana. En cambio, llegó una bandeja con una especie de té tibio hecho con polvo de café. No tuve más remedio que beberlo. Me hacía falta la cafeína para recobrar un poco de bríos. La señora que servía, al ver mi desilusión, pues la bebida estaba tibia y aguada, me dijo que en la máquina expendedora del primer piso podía encontrar algo mejor. Fue mi salvación. Y, aunque no era igual al de mi casa, por lo menos era un poco más fuerte y tenía mejor sabor. Llegó luego el desayuno que devoré porque no había comido mucho el día anterior.
Al finalizar el desayuno, me quedé sentada en el sillón, esperando paciente el designio de mis jueces: los médicos, los que se adueñaron de mi vida y mi agenda. Estaba tranquila a la espera de pasar otro día de encierro obligatorio, y con la esperanza de ver algún ser querido que iría un momento a hacerme compañía.
Mientras esperaba sentada, mi alma volaba por los rincones de mis recuerdos, los buenos, los malos, los agradables, los desagradables… Repasé los momentos importantes de mi existencia y me sentí dichosa de saber que a mis 63 años había vivido intensamente haciendo lo que amaba y había elegido. No me arrepentí de ninguna de mis elecciones y decisiones, pues aun equivocándome, aprendí de mis propios errores.
Aquí sentada, a la espera de que lleguen las enfermeras y doctores, después de recordar y repasar mis días, decidí aferrarme a la esperanza de que vendrían mejores días.

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