Reflexiones para meditar

Reflexiones para meditar

DIÓMEDES MERCEDES
Todo el siglo XX y lo que va del XXI ha sido tiempo de sedimentación, de angustias, desesperación y descreimiento humano. Antes, la Revolución Industrial produjo las condiciones para estos efectos y creó las químicas para las guerras, la violencia social y las devastaciones a la naturaleza, que ahora se incrementan insosteniblemente. Paradójicamente, su progreso, aumento de la producción, y sus excedentes, hicieron al monstruo del capitalismo de hoy, caracterizado por la concentración del poder, y la expansión mundial de la pobreza y los millones de despojados.

La muerte, como terminal expresión de la infravalorización de la vida y su ambiente, ha entrado en estos dos últimos siglos en su reino. Vivimos una crisis existencial extrema que ha vaciado a la humanidad de todo tipo de fe y de certidumbres, aún fueran estas falsas. Así como hemos creado ese vacío, lo hemos llenado de furor, inmoderación y miedos al terror que infunde el poder.

El desenfreno calculado de los intereses dominantes, con su dinámica ciega y compulsiva, presagia el desplome humano, tal vez irreversible, si nuestra capacidad de reacción para deternerla ya no ha agotado sus posibilidades. Conducimos al planeta de la vida con el vértigo y frenesí de los apetitos más irresponsables de los amos del poder. Ante su culto nos hemos arrodillado por miedo irracional a rebelarnos. ¿Por qué?

La desestructuración de las sociedades contemporáneas ha creado la soledad y el egoísmo del individualismo dentro del que pretendemos sobrevivir desatados del destino de los demás, a los que dejamos matar, a quienes matamos hasta que otro viene y nos revienta dentro de nuestra propia cápsula. En esta desconfianza, el otro es el enemigo común. Cada víctima inmolada, atropellada, encarcelada o excluida complace el morbo del subconsciente personal que toma nota en su lista, de un opositor o competidor menos, dentro del estado de guerra sin fin que disfrutamos. Esta guerra civil en todo este período ha ido paralela a lo que han sido las grandes guerras que han azotado al mundo. Somos los locos del gran manicomio sin psiquiatras, que es la actual civilización.

Salvo escasas excepciones, monstruosos silencios intelectuales responden a la demanda que el mundo hace de sonidos nuevos de trompetas de orientación. El intelecto más capaz está vendido o han llegado al colmo del individualismo: la misantropía resentida o despreciativa del mundo. La humanidad debe superar históricamente su modo de esperar y de pensar y hasta de cuestionar. La duda metódica debe ceder lugar a la negación metódica como ruta y escuela para la reintegración de las sociedades y para la rebelión primero contra el “yo”, contra El único que cada cual cree ser.

Lo anterior sería el preludio a la revolución. Para ser revolucionario hay que creer en algo. En el desierto de nuestra soledad y de nuestros vacíos, el hombre contemporáneo no tiene en qué creer. En el insurgente y en la insurrección hay negación, rechazo y destrucción recíprocas del oprimido y del opresor, destrucción de una estructura sin la creación necesariamente de una cultura revolucionaria. El insurgente, como lo explica Stirner, “no se pondrá de acuerdo con los otros hombres, sino en la medida y durante el tiempo en el que el egoísmo de ellos coincida con el suyo propio”. Es por lo que muchos procesos terminan en una reacción o en una prisión; lo ejemplarizan la revolución francesa y la rusa, respectivamente.

Sin embargo, la insurrección de las conciencias reeducadas es necesaria y debe servir para reintegración y la unidad social, para poner con estas un “stop” al vértigo de la locura común, y al culto al poder por el poder, para así romper el predominio del reino de la muerte, para que surja la revolución, el renacimiento de la vida y de la convivencia y, desde luego, la utopía como punto de partida revolucionario, que en la actualidad es político-ecológico; se trata de soñar la ruptura con la conspiración egoísta, desarrollada desmesuradamente contra el hombre y su hábitat; mantenida desde la Revolución Industrial. Rebelarse contra la naturaleza equivale a revelarnos contra nosotros mismos.

Este es el valor común con el que debemos identificarnos. “Si los hombres no pueden referirse a un valor común, reconocido por todos en cada uno de ellos, entonces el hombre es incomprensible para el hombre”, Albert Camus, Premio Nobel (1913-1960).

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