Hace un par de días, un viejo conocido de la Ciudad Colonial -por aquellos años complejos en que la proficua adulonería la rebautizó como Ciudad Trujillo- un viejo conocido, -porque en la pequeña ciudad todos nos conocíamos, como Platón consideraba que la ciudad debía ser- un viejo conocido, repito, me sorprendió diciéndome: “Jacinto, nos han robado la ciudad”.
Sí, sí, sí… y también el país -repuse en una llovizna de nostalgia.
Aquellas calles limpias y tranquilas, aquella población de los años cincuenta, que bajo una férrea dictadura, aún conservaba el agrado, el buen humor y las buenas maneras dentro de un vivir pobre, cuando bastaba con tener “las tres calientes comidas” cada día e irse a dormir tranquilo, sin tanto encarcelamiento de rejas y temores, cuando no se conocían los relojes pulsera Patek Philippe o Rolex, ni las plumas Montblanc, ni se sabía quién era Cartier… ni importaba.
Se podía comer, alimentarse, con centavos. Y estar feliz.
Pero todo se deteriora, se corrompe, envejece y se daña.
Por supuesto que el horror de la Era de Trujillo fue una realidad tal, que la crueldad, el abuso y el sadismo que propiciaron y alentaron sus beneficiarios cercanos y poderosos, llevó al desequilibrio de lo que el mexicano Porfirio Díaz llamó política de “Pan y palo”. Que era una versión más auténtica que aquella de los emperadores romanos, que hablaban de “panem et circenses” (comida y entretención).
De repente, al despertar a nuestras realidades, nos enteramos que vivimos en otra ciudad, en un “Nueva York chiquito” como quería el presidente Leonel Fernández, pero acogiendo todo lo malo: la alta tecnología del delito, el rutilante lujo, la negación de nuestros orígenes hispánicos, el predominio del extranjerismo. Si un negocio quiere atraer público debe llamarse en otro idioma, preferentemente inglés.
He de declarar que cuando Fernández habló de un Nueva York chiquito no lo tomé mal, porque recordaba el área que conocí: el de las salas de concierto, los teatros, los museos, la gente educada que traté en el East Side, donde visité apartamentos con bibliotecas sorprendentemente ricas y habitualmente utilizadas, con sus confortables sillones de lectura, su silencio y sus moderadas copas de Jerez, Oporto, Brandy y minúsculos bocadillos que apenas interrumpían las casi susurrantes conversaciones… como en un templo de la cultura sin aspavientos.
También yo hubiese querido un Nueva York así para Santo Domingo.
Pero no el otro. El maligno, el desenfrenado, el que tiene por meta el triunfo económico a cualquier precio.
Ahora bien, los neoyorquinos pagan un alto precio de esfuerzo, de obediencia a las leyes, de competitividad limpia.
La Ley es la Ley, y hay que obedecerla. En eso no imitamos a Nueva York ni a Estados Unidos, en general.
Allí tampoco discuten el talento, después de la absurdidad de la segregación racial que, inexplicablemente, subsiste a pesar de que el país tenga un presidente negro… vamos… mulato, que por allá es lo mismo, cuando se sabe perfectamente que la teoría de las “razas puras” es un disparate.
No las hay.
Vuelvo al principio. Nos han robado la ciudad. Y nos han robado su gente, sus habitantes, sus hábitos, sus simples expectativas, su gentil disposición.
Hoy todos quieren ser ricos. La meta es ser rico. Materialmente, metálicamente rico.
A cualquier precio.
Especialmente el del asqueante descaro.