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Desde hace algunas décadas, los economistas vienen mostrándose muy interesados en asuntos de educación. A decir verdad, éstos nunca la ignoraron del todo. Lo nuevo de este asunto reside en que la educación se haya convertido en objeto de estudios sistemáticos donde estudiosos de otras áreas del saber aplican sus instrumentos de análisis y sus criterios de apreciación. Todo ello bajo el entendido de que los fenómenos educativos pueden desempeñar un papel positivo en la actividad económica.
La expresión “economía de la educación” no alude a una disciplina nueva sino a una especialidad dentro de la economía cuyo campo se extiende y se enriquece cada vez más. Lo mismo sucede con otras especialidades análogas como “la economía de la investigación científica” “la economía de la salud” “la economía de la información” Todas tienen en común el profundizar los aspectos del papel desempeñado en la actividad económica por el factor humano.
André Page en su obra “La Economía de la Educación”, publicada en 1977 por la Editorial Kapelusz, define el sistema de educación como “una empresa de formación dirigida principalmente a niños y adolescentes pero también, y en forma creciente, a los adultos que da como resultado el conjunto de habilidades intelectuales y manuales que se adquieren y el conjunto de cualidades morales que se desarrollan”. Pero, ¿a qué criterio Page acude para delimitar los aspectos de la educación que merezcan llamar la atención del economista? Basándose en los conceptos de insumo/producto, llega a percibir la educación a través del empleo de recursos capaces de dar resultados económicamente significativos.
Desde el punto de vista económico, esas opciones el economista francés las presenta acompañadas de dos interrogantes: ¿qué parte del valor de la riqueza nacional se debe consagrar a la educación? y, una vez determinado esto, ¿qué distribución de los recursos dentro del sistema educacional permite obtener el mejor resultado? Diríamos que es fácil responderlas: distribuyendo los recursos entre diferentes empleos de manera tal que igualen sus utilidades sociales marginales. Más claro aún: maximizando la función social del bienestar.
Como podemos apreciar, esas interrogantes, expresadas en términos generales, no incumben en forma exclusiva a la educación, por ello conviene colocarlas en la línea de los esfuerzos destinados a elaborar toda una metodología de la racionalización de las decisiones a tomar. Pero, ¿qué decir del significado económico de la educación? ¿Es la educación un bien de consumo o un bien de producción? Algunos autores sugieren que la educación que reciben los niños y adolescentes en los niveles básicos y medios sea considerada como un bien de consumo, en tanto que la educación técnica profesional sea calificada como un bien de producción. Lo malo de este asunto es que dicha clasificación se basa en la naturaleza específica de los propios bienes y en que un mismo bien puede pertenecer a una u otra categoría según el uso que de él se haga.
¿Cómo calificar los aportes económicos del gobierno del presidente Danilo Medina en alfabetizar personas adultas? ¿Cómo gasto o como inversión? Si los llamados a alfabetizarse son personas en edades productivas, se trata de inversiones ya que dichos aportes se hacen con el fin de que los beneficiados obtengan conocimientos y competencias merced a las cuales se espera obtener un beneficio mayor.
Vamos a ilustrar con un ejemplo. Un joven analfabeto verá incrementarse sus ingresos si, después de aprender a leer y a escribir, cursa estudios técnicos en un instituto o en una escuela laboral. Los recursos económicos empleados en ese caso caen dentro de la categoría de inversión. Contrario a ello, una persona analfabeto que sobrepase la edad productiva le será muy difícil ver incrementarse sus ingresos, por el hecho de haber aprendido muy tardíamente a leer y a escribir. En ese caso, los recursos económicos empleados en hacerlo caen en la categoría de gastos, justificables o no, pero gastos al fin.