El Producto Interno Bruto –PIB – es el gran protagonista cuando se habla del comportamiento de la economía de un país. Ha sido el medidor estadístico por excelencia desde la sacudida económica mundial de los años treinta y, muy especialmente, cuando al concluir la Segunda Guerra Mundial se comenzó la arquitectura de un sistema global con el surgimiento de las primeras instituciones económicas del mismo: el FMI y el Banco Mundial, ante la necesidad de estabilizar y equiparar economías. Un indicador del que todos han echado mano por un siglo, economistas o no, se comprenda lo que refleja o no. Conceptualmente, representa el valor de los bienes y servicios que produce una economía durante un periodo específico; nos dice si esa economía ha crecido o decrecido. Sin dudas, el “indicador estadístico más poderoso de la historia” y, como tal, referente esencial que han tomado los gobiernos para proyectar políticas. Sin embargo, de manera creciente deja insatisfechos a muchos. Bien temprano, en 1968, Robert Kennedy lo describió como un indicador que “mide todo…excepto lo que hace que la vida valga la pena”.
Efectivamente, no nos dice con exactitud la calidad del crecimiento económico lo que lo hace una herramienta que muchos visualizan “viciada como medida del bienestar humano”, no refleja las desigualdades ni el nivel de bienestar social. Desde hace más de cincuenta años, con el surgimiento de la CEPAL, empezó a debatirse la diferencia entre crecimiento y desarrollo, interpretando integralmente este como el impacto real de un crecimiento en el nivel de vida. Más recientemente, en ese plano se están centrando las principales críticas a un indicador que ha sido muy poderoso y que ahora hay quienes lo interpretan como ineficiente en un mundo cada vez más global en producción y comercio. Se reclama tener en cuenta datos adicionales como nivel de población, productividad, distribución del ingreso, entre otros, para una autoevaluación más precisa y mejor auto comparación cronológica o con otras economías. Por supuesto, tiene acérrimos defensores y uno de sus argumentos es que al construirse teniendo en cuenta también una correlación entre gasto e ingreso, si el consumo es mayor que el ingreso más el crédito nos dice que hay evasión fiscal. En el afán de hacerlo mas “abarcador” la UE decidió incluirle transacciones derivadas de la prostitución y tráfico de drogas. Una comisión creada por el Gobierno francés, presidida por el Nobel Joseph Stiglitz, recomendó abandonar el “fetichismo del PIB”.
Han ido surgiendo alternativas como el Índice de Desarrollo Humano de la ONU, el “BetterLIfe” de la OCDE o el sistema australiano, que pretenden considerar indicadores sociales. Se ha elaborado un Índice de Progreso Social con intenciones de reflejar si la economía satisface las necesidades sociales, si crea condiciones para el bienestar general y si ofrece oportunidades para todos. Aunque hay quienes advierten que “el PIB es fácil de criticar pero algo difícil de reemplazar” téngase por seguro que estamos en el preámbulo de cambios en los sistemas estadísticos.