Regulación Eléctrica en un Estado Social y Democrático de Derecho

Regulación Eléctrica en un Estado Social y Democrático de Derecho

Los entes reguladores se legitiman en todo mercado por la eficacia de sus decisiones y cómo armonizan el comportamiento de aquellos que se encuentran bajo su radar regulatorio con el marco normativo establecido, de modo que se puedan alcanzar los fines esenciales del servicio público. No es de sorprender que surjan expresiones y reacciones a esa labor con las que se pretenda maniatar -o atar de manos- al regulador, apuntando a determinadas acciones encaminadas a neutralizar los efectos de sus decisiones y disminuir su autoridad, la que siempre deben apuntar al interés general.

La teoría económica refiere la regulación como la tercera vía por la que la administración pública puede intervenir un mercado, en paralelo con políticas macroeconómicas y la prestación directa de servicios y bienes. Apunta a la necesidad de una regulación “adecuada” que permita funcionar el mercado de acuerdo con supuestos de “competencia perfecta” que proporcionarán un balance que asegure el máximo bienestar social. A pesar de esta visión, se reconoce suficiente espacio a la administración pública para que pueda intervenir en la realidad social y económica, considerando siempre como objetivo el interés general.   

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Ese supuesto de “competencia perfecta” se aleja de la realidad y permite el reconocimiento de las llamadas “fallas del mercado”, que vendrían a justificar esa intervención de la administración pública, aun cuando en esa visión podría provocar perdidas de eficiencia en la asignación de recursos y de bienestar.

En ese interés de asignación de recursos de manera eficiente en una sociedad democrática como la nuestra, que tiene como norte el equilibrio justo, la regulación juega un papel importante en el aseguramiento del correcto funcionamiento del mercado, esencialmente en la prestación de bienes y servicios. Bajo esta premisa es que se marca su interés para la promoción de la competencia, garantizar acceso a los servicios, proteger a los consumidores y fijar reglas de juego seguras para sectores que resultan sensibles, como en nuestro caso lo es el subsector eléctrico. 

En nuestro país, la cultura de la regulación del subsector eléctrico tiene sus raíces todavía muy a flor de piel, surgiendo como derivación positiva del proceso de capitalización de la antigua Corporación Dominicana de Electricidad (CDE), que la configuró como novedad para el ideal de mercado que se plasmaría con la promulgación de la Ley General de Electricidad Núm. 125-01 (LGE). Todo esto vino influenciado por las ideas paradigmáticas del llamado Consenso de Washington que impactaron la mayoría de las economías de la región en la década de los 90´s, con la promoción de un modelo de mercado en el que la asignación de recursos fuera eficiente junto con una reducción del intervencionismo estatal.

Nuestra realidad, al igual que la de los países de la región que asumieron ese esquema, definiría un mercado eléctrico perfilado por unas características muy propias, por no decir autóctonas, donde no se asumen plenamente aquellos lineamientos ideales, sino que ese mercado se dejaría moldear por los complejos intereses que presentan los propios actores o “stakeholders” del sector y donde la intervención estatal, lejos del propósito reduccionista, compartiría espacios con la deseada libre competencia. Es la experiencia de la mayoría de los países de la región que asumieron ese modelo y que, en su momento inicial, nos sirvieron de referentes.  

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A pesar de los evidentes avances alcanzados, sigue abierta la ruta para lograr ese ideal de mercado eléctrico al que se apostó con la capitalización, considerando las particularidades propias del sector donde todavía a los 21 años de promulgada la LGE, la anhelada libre competencia se muestra tímidamente en el segmento de generación más no en el resto de los eslabones que integran el “sistema” eléctrico. Basta como ejemplo de los variados elementos que se erigen como barreras, la resistencia a la apertura de espacios a empresas comercializadoras de energía reconocidas en la normativa, actividad a la que se aferran las empresas distribuidoras apelando al concepto de “caja” por donde entran los recursos del sector, bajo el criterio de ser un segmento exclusivo asignado a ellas con los denominados contratos de la capitalización. Sobre esto ya nos hemos referido antes (https://hoy.com.do/comercializacion-de-energia/).

Considerar la regulación del subsector eléctrico obliga examinar el aprendizaje de los actores que conforman el mercado, tratando de entender lo que significa interactuar en un mercado regulado que viene con el lastre de la transición de un modelo monopólico estatal del que sensiblemente se transfundieron distorsiones que aún persisten y que se reflejan tanto en la relación entre los agentes del mercado y el Estado como fiscalizador y regulador, como en la valoración del usuario o consumidor.

Al propio Estado le ha tocado por igual aprender a ejercer ese rol que le asigna la Constitución en su artículo 147, cuando dispone que la “regulación de los servicios públicos es facultad exclusiva del Estado”, la que ha ejercido de manera tímida al dejar un considerable espacio en la definición de aquellos fines públicos y sociales propios del Estado a la conveniencia de los intereses privados, diluyendo en ocasiones la conciencia de la característica esencial del mercado de energía eléctrica, que no es otra que el interés general, intrínseco de un servicio público que el Estado debe garantizar, como lo señala el referido texto constitucional (art.147.1). En el ámbito de la regulación se debe considerar como base especifica la promoción de la diversidad, la competencia y la protección de los derechos de los usuarios, lo que demanda una real fortaleza institucional del regulador. Como en todo mercado, en el sector eléctrico no resultan ajenos elementos negativos derivados de esfuerzos monopólicos y de colusión, que se asoman como resistencia a la diversidad y a la libre competencia, y con los que se persigue socavar y contrarrestar esa fortaleza institucional, sin excluir cualquier influencia política que aún lacera la idealista independencia que se promueve acerca de la figura del ente regulador.

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De ahí que, en el estado actual del mercado, sea preciso hablar de la necesidad de fortalecer esa cultura regulatoria del subsector eléctrico, vinculando a todas las partes concernidas en el tema, principalmente al entramado institucional (incluyendo el que resulte de la reforma que se está motorizando), como a los propios agentes y a los usuarios o consumidores. Para esto se requiere comprender las potencialidades y beneficios que tiene la regulación eléctrica y el carácter transversal que puede alcanzar por las características relevantes del servicio público de la electricidad.  

Los principios de todo servicio público están explicitados en el referido artículo 147.2, especificando la universalidad, accesibilidad, eficiencia, transparencia, responsabilidad, continuidad, calidad, razonabilidad y equidad tarifaria, y que resultan vinculantes al servicio eléctrico. Estos deben ser suficientes para alinear las actuaciones de las autoridades regulatorias y de los propios agentes del sector para disuadir algún comportamiento que ponga en riesgo la seguridad jurídica de nuestro mercado eléctrico, que sigue siendo atractivo para inversiones.

La regulación no es para complacer, es para hacer que el sector opere con eficiencia bajo un marco normativo puntual, con fortaleza, garantizando los derechos de los consumidores, de los prestadores del servicio y del propio Estado en su interés de contribuir con el desarrollo económico y social del país, aspiración propia de un Estado Social y Democrático de Derecho.

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