FABIO RAFAEL FIALLO
El alba empezaba a despuntar, haciendo caso omiso de lo que ocurría en el país. En las casas, muchos dormían aún. De repente, se oyó tocar algunas puertas con estruendo e insistencia. De tan fuertes que eran, los llamados parecían órdenes más bien. La gente saltaba de las camas para coger a los que, en las aceras, se auto-invitaban vehementemente a entrar. Una vez logrado su objetivo, éstos, militares y civiles con fusil en mano, se llevaron a quienes vivían en esas casas hacia un destino por el momento desconocido. La escena se repitió en aquellos días varias veces en la ciudad. ¿Cuántos se vieron afectados de esa forma? Decenas, en todo caso; más de un centenar, quizás.
¿Quiénes eran los que de esa manera se veían forzados a abandonar de prisa sus hogares? ¿Vulgares delincuentes o cobardes desertores? No. Entonces, ¿disidentes que encaraban una de las tantas dictaduras que pululan en nuestro mundo? Tampoco. A decir verdad, eran simplemente niños, mujeres y una que otra persona de avanzada edad. Niños que se aferraban a la falda de su madre; mujeres que imploraban poder dejar a su hijo o hija en casa de una vecina; abuelos dispuestos a sufrir el castigo que fuese con tal de que se respetara la libertad de sus descendientes. Niños, mujeres y viejos, pues, y nada más; miembros de familias sin historia, transformados abruptamente en actores involuntarios de acontecimientos con los que ellos, en un principio, no tenían nada que ver.
Un solo sentimiento se desprendía de los rostros de esos seres indefensos en el momento de entrar en los automóviles que en la calle los aguardaba: el miedo. Miedo en estado puro; físico, penetrante, paralizador. Ese miedo humano, muy humano, que acelera los latidos, impide respirar, seca las narices y baña de sudor. Un miedo trágico, desgarrador. No es el miedo del cobarde, de aquel que rehúsa asumir las consecuencias de sus actos o cumplir con su deber. No, de lo que aquí se trata es de un miedo inmerecido y por lo tanto injusto; el miedo del inocente, de quien no tiene nada que reprocharse, nada que responder, nada que alegar salvo, tal vez, ese grito conmovedor que en ese tipo de circunstancias suele brotar del fondo del corazón: ¿Qué delito he cometido yo?
Pronto habrían de comprender el motivo de su inesperada desventura. Al llegar a la estación de televisión de la ciudad, se les exigió posar en directo ante las cámaras y dar a conocer sus nombres y apellidos al público y al mundo. Dar a conocer, sobre todo, los lazos familiares que tenía cada uno de ellos con tal o cual militar (sargento, teniente, capitán) de una base aérea hostil a las tropas que controlaban tanto un puente de gran importancia estratégica como la ciudad en cuestión. Todo quedó claro entonces con una vertiginosa rapidez: se les obligaba a aparecer en la televisión para disuadir a los militares de aquella base aérea que bombardearan el puente con el fin de penetrar en la ciudad. Se anunciaba además que los que así eran exhibidos serían trasladados a tan estratégico puente. Los hijos, esposas y padres de esos militares se habían convertido pues en escudos humanos, en carne de cañón eventual. Se habían transformado, en otras palabras, en rehenes impotentes de una causa, de un movimiento del que hubiese deseado permanecer al margen totalmente.
El espectáculo descrito aquí no tiene lugar en un remoto Medio Oriente, en el que el uso de vidas humanas como medio de obtener concesiones políticas ha llegado, por desgracia, a formar parte de la vida cotidiana. No, aquello ocurre en América Latina, en la República Dominicana para ser preciso, durante los primeros días de la insurrección de abril de 1965.
Dicho espectáculo lo montan los partidarios del retorno, en nombre de la legitimidad constitucional, de Bosch al poder, y tiene como objetivo impedir que los militares de la base aérea de San Isidro decidan tomar el puente Duarte por las armas.
No conozco ningún precedente, en el período posterior a la Segunda Guerra Mundial, en que se hayan utilizado escudos humanos para fines político-militares. En ese 1965 de la insurrección de abril en Santo Domingo, faltaban más de dos décadas aún para que Saddam Hussein hiciese lo mismo con el propósito de prevenir un ataque de la coalición internacional que, con el aval de las Naciones Unidas, le exigía retirarse Kuwait. Es cierto que en los años 50, durante la guerrilla antibatistiana de la Sierra Maestra, los rebeldes cubanos habían secuestrado al famoso piloto automovilista Juan Manuel Fangio; pero nunca, a lo largo de las veinticuatro horas que duró su cautiverio, éste sirvió de moneda de cambio o de carne de cañón potencial. A raíz de su liberación, el piloto argentino confirmó en efecto que en ningún momento los rebeldes lo habían amenazado o habían puesto su vida en peligro. En realidad, aquel acto resultó ser una simple maniobra de publicidad a favor de la incipiente revolución cubana. Fue por ende (al menos que yo sepa) al Santo Domingo de abril de 1965 al que le tocó vivir el primer caso de utilización de escudos humanos del período de post-guerra.
¿Quién podrá decir hoy que ese hecho constituyó una honrosa innovación?
A fin de cuentas, no fue aquella mediática maniobra de intimidación, realizada en nombre de la causa constitucionalista, la que decidió la suerte del conflicto fratricida de abril del 65. Los rehenes fueron liberados, o pudieron escapar, el 27 de abril, cuando se instaló momentáneamente la confusión en los rangos constitucionalistas (las principales figuras constitucionalistas, tanto políticas como militares, abandonaron los sitios que defendían para refugiarse en embajadas o esconderse). Comenzó entonces para los rehenes, y en cierta medida para los numerosísimos dominicanos que habían presenciado el espectáculo por medio de sus televisores, un largo y necesariamente difícil proceso de recuperación emocional.
La guerra, por desgracia, siempre ha formado parte de las relaciones humanas. Cada siglo se ha visto afectado por conflictos devastadores; y nada permite vislumbrar, con argumentos convincentes, que dichos conflictos puedan evitarse en el futuro. Más aún, existen situaciones en que resulta legítimo el recurrir al uso de la fuerza; intentar restablecer el orden constitucional puede, en ciertos casos, ser una de ellas. A la luz de estas consideraciones, no tiene nada de extraño el que la comunidad internacional haya decidido adoptar la llamada Convención de Ginebra con vistas, no a descartar el recurso a las armas (lo que hubiese sido irrealista), sino a trazar pautas sobre la conducta que deben seguir, en caso de guerra, las partes beligerantes. Lo mismo no puede decirse, sin embargo, a propósito del uso de rehenes: en esta materia, la reprobación es categórica; a nadie se le ha ocurrido proponer la adopción de un convenio internacional tendiente a reglamentar semejante práctica. El uso de seres humanos indefensos, ya sea como moneda de cambio o como escudo protector, no encuentra justificación alguna, ni siquiera circunstancias atenuantes, en los textos internacionales.
Retornemos al caso que nos ocupa, esto es, el episodio de la televisión en Santo Domingo en abril de 1965. A este respecto, algunos aducirán que no es a golpe de tratados internacionales como se puede defender un puente o cualquier otro objetivo militar en medio de un combate, que el realismo y la correlación de fuerzas en aquel momento exigían amenazar con utilizar como escudos humanos a los parientes de los militares de la base aérea de San Isidro. De lo contrario, añadirán, se hubiera podido perder el control de un punto estratégico fundamental y arriesgar la vida de los soldados y civiles que defendían esa posición. En los momentos álgidos de la historia de un país, concluirán, cualquier medio es aceptable, con tal de que el mismo sirva a una causa legítima. O dicho en términos maquiavélicos, «el fin justifica los medios». Para quienes así argumentan, el retorno de Bosch al poder era una causa lo suficientemente legítima como para justificar la toma de rehenes a la que nos referimos aquí.
Y puesto que el dividendo político que se obtiene de una acción constituye según algunos el criterio supremo para juzgar la misma, abandonemos el campo de la moral o del derecho internacional, dejemos en suspenso las implicaciones éticas del asunto, y tratemos de evaluar cuán rentable resultó ser, en términos políticos, la toma de rehenes en los primeros días de la insurrección de abril. Planteémonos objetivamente la cuestión que viene al caso a este respecto: ¿fue dicha toma de rehenes beneficiosa a la causa de los partidarios del retorno de Bosch al poder?
La respuesta a esta interrogante trataremos de ofrecerla en el próximo artículo a nuestros amables lectores.