Reinvenciones del desnudo

Reinvenciones del desnudo

Poca duda existe de que fue en el mundo helénico donde se fundó el desnudo como expresión artística; ninguna cultura contribuirá a la invención del cuerpo como lo hizo la Grecia clásica, civilización en la que sus hombres expusieron a la mirada pública héroes y dioses esculpidos con excepcional delicadeza e imperecedera atención al detalle. Las primeras imágenes en mostrar aquello fueron las láminas cretenses de Sphyrelaton, tres figuras de bronce revelando dos mujeres vestidas y un varón de bellísima y esbelta anatomía quien probablemente representaba al dios Apolo, según lo vio su autor en el siglo VIII a.C.
El arte de aquella época construyó cuerpos por la belleza y no para ella en tiempos donde belleza constituía una paradigmática fuente de virtud y no la vana perfección física; donde la sexualidad expuesta acarreaba una simbología no necesariamente erótica y en la que los genitales eran miniaturizados al mostrárseles apenas sugeridos, semejantes a modelos adolescentes a fin de no distraer la mirada del observador que debía admirar por sobre todo, torsos, músculos y extremidades que remitían el espectador a una realidad de incuestionable naturaleza inmortal.
El origen de aquella práctica del desnudo en Grecia es pre homérico y había surgido de los ritos de educación e iniciación —la paideia— en los que los ciudadanos eran definidos y segregados en base a edad, género y clase social para su preparación ciudadana, y entre los cuales la acción y el movimiento, ilustrados a través de la actividad atlética, jugaban un papel fundamental en la expresión de la relación cuerpo-entorno prevaleciente y en el fortalecimiento del carácter. La belleza física construida por estos hombres, en suma, era una versión noble, etérea e intelectualizada de la anatomía cuya perfección pretendía más que nada, inmortalizar ese cuerpo prodigioso e imposible, imagen de plenitud divina, capaz de portar en sí mismo valentía, integridad y espiritualidad.
Aquellos rasgos no les fueron asignados al desnudo femenino por la mujer representar lo oculto y lo prohibido y porque su lugar social estaba limitado al hogar procreador o al placer plurisexual; es por ello por lo que el cuerpo de la mujer erotizada no se hace público hasta mucho tiempo después. Es así como, al construir la representación del cuerpo pensado a través de sus rasgos, Grecia convertirá el desnudo en vestido y con ello, reinventará el germen del futuro habitus de Occidente que definirá toda la tradición estética, mística y anatómica que adjudicará a sus confines los espacios para el ejercicio de lo estrictamente físico, y, por supuesto, para la búsqueda de los vericuetos destinados a los menesteres del alma.
Cuenta el mito bíblico de la expulsión de la pareja primordial del Paraíso terrenal motivada por la primera gran desobediencia, que Adán y Eva se avergüenzan de la acción que han cometido y con ello, descubren su propia desnudez. A juicio de muchos, tal hecho constituyó el primer acto cognoscitivo humano y a nuestro modo de ver, el hito que definirá las relaciones de poder entre los mortales y el dios de la cristiandad. Vendrán después la culpa y el pudor tras el despojo de la cobertura sobrenatural —la gracia, la indumentum gratiae agustiniana— entregada por el creador al Hombre y ahora arrebatada por el pecado.
El ímpetu renacentista retomará el cuerpo desnudo muchos siglos más tarde y hará de él receptáculo y guía del existir a manos de Da Vinci y una pléyade de artistas, Boticelli a la cabeza, quienes redescubrirán La belleza, seguirán los pasos de Eros, y provocarán al espectador que jamás vio pieles desnudas entre las límpidas y estériles figuras de las madonas medievales. Esto así hasta la llegada de una de las más radicales sacudidas a que la plástica se viese sometida en los avatares decimonónicos de la Europa austrohúngara: la tormenta del genial y único Egon Schiele. Aquel hijo rebelde del expresionismo vienés de fin de siècle hizo de la figura femenina tótem, refugio, homenaje y animal erótico a través de la cual vio su entorno inmediato y el mundo de la época transformarse idea tras idea, artista tras artista.
Nelson González (Santo Domingo, 1972), refugiado en su atelier del tercer piso de un edificio de la mítica calle Mercedes capitalina, a nuestro juicio, reinventa el desnudo posmillennial a puro carbón y tinta adjudicándole pensamiento y voz irreverentes. González pinta donde sea y sobre lo que sea con una pasión cuasi obsesa que no se detiene a pesar del calor estival y un eterno cigarrillo. El papel, la cartulina y el cartón son los espacios donde este hábil artista logra apaciguar el pincel que él mismo confiesa protagoniza una carrera indetenible empujada por la imagen testigo y la imagen testamento.
Contrario a Schiele, el desnudo de González no es exclusivamente erótico; las suyas son figuras que gritan y se sacuden clamando atención del observador porque le necesitan para el diálogo. Son y existen, gracias al ojo ajeno; pero, sobre todo, los desnudos de este talentoso hombre nos hablan mientras se buscan a sí mismos en singulares poses a mano de los más inimaginables selfis, esos ubicuos autorretratos de la modernidad hiperpública y a la vez, consumados hábitos de la cotidianidad individualista y autorreferencial que intenta prescindir de lo colectivo.
Rembrandt fue el pintor que nos legó el mayor número de autorretratos, hecho sobre el que se ha escrito mucho pretendiendo encontrar una lógica ante semejante obsesiva actividad. Narcicismo, empoderamiento, prostitución de la imagen e inseguridad, han sido muchas de las presuntas explicaciones consideradas en el análisis de aquel distintivo rasgo del imperecedero artista. Mas, muchas de ellas son también puntos de partida para tener en cuenta en el abordaje psicosocial del selfi siglo XXI: ¿Escarban con él los ejércitos de usuarios de las redes sociales la imagen oculta de sus más profundas interioridades? ¿Intentan acaso construir sus propios yoes a partir de una representación virtual ante sus semejantes? ¿Se alojan en los genitales y en la corporalidad expuesta las claves de la insoslayable crisis contemporánea que nos regala el nuevo mundo aparencial?
Los selfis de González entregan un sujeto sin rostro como si su identidad estuviese esparcida en el resto del cuerpo desnudo, cual si el daguerrotipo posmoderno fuese arma en la búsqueda de su propio ser. Trazos, círculos semioscuros de provocadoras tintas, y coloridas acuarelas, en resumen, se hacen cómplices para otorgar vida a mujeres que lúdicamente llaman, revelan y provocan la pupila; esa erección del ojo condenada por Lacan a la contemplación hoy inserta en un nuevo hombre que la transforma, el homo photographicus. Ese sujeto hipermoderno que se ha ofertado a sí mismo para el consumo de los demás.
Aristóteles dijo que la finalidad del arte era dar cuerpo a la esencia secreta de las cosas, no el copiar su apariencia. Las obras de Nelson González pretenden justamente aquello: escudriñar los secretos de la condición humana contemporánea sin meramente reproducirla, mas, en tal proceso, sacudir el selfi detonante de Narciso. Estrujarnos en la cara, en resumen, la pretensión de verdad propuesta por la imagen prostituida, o quizás, mejor aún, la verdad desnuda.

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