Relato de un convaleciente

<p>Relato de un convaleciente</p>

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
La Habana, Cuba, diciembre, 1993. En 1931 el poeta ruso Boris Pasternak escribió un poema cuyos últimos cuatro versos transcribo de memoria: “Es fácil recobrar la vista al despertarse, / sacudir del corazón la basura de las palabras / y vivir sin atascarse de nuevo: / no se requiere una gran astucia”. /  He despertado porque un rayo de sol entró por la ventana y me calentó el cuello y la cabeza; es posible que algo en mi interior haya subido de temperatura y estimulado el flujo de la sangre. El sol y las frutas, el baño y las toallas, me han devuelto el entusiasmo.

Pasternak decía sacudir del corazón “la basura de las palabras”.

Echar afuera las palabras es como la evacuación de excrementos: nos libera el cuerpo de toxinas indeseables. Pero la purgación de un escritor a veces produce el envenenamiento del lector. Era muy joven cuando leí El kremlin en la borrasca a fines de 1918, el famoso poema de Pasternak, donde él escribió: “como un buque aprisionado a las amarras, / que se arranca milagrosamente / del ancla hacia la tempestad./” Hay ocasiones en que los hombres deciden arrancar el ancla y arrojarse en medio de la tempestad.

La poesía, pues, tiene la virtud de enfermarnos o de sanarnos. El poder evocador del poema nos traslada a la situación dramática del hombre de hoy; y a nuestras propias dolorosas experiencias.  Al alejarnos del teatro de los sucesos podemos reconstruir mentalmente los acontecimientos y el escenario; percibimos entonces el valor de los actores, la crueldad de los verdugos, la ingenuidad de los mártires y hasta la importancia de los momentos en que hemos sido felices a causa de una música, de un paisaje, un libro o una amistad. Nos damos cuenta tardíamente de que la mayor parte  de  esas  “pequeñas felicidades” que enunciamos son difícilmente repetibles.

Desde lejos los contornos se organizan, los relieves se destacan y los huecos son patentes. Solo así logramos apreciar la verdadera magnitud de los problemas. Los jóvenes que marchan al exilio se adaptan a nuevas maneras de vivir con relativa facilidad. Las personas maduras que emigran cambian solamente la ropa, el vocabulario o el tipo de trabajo. Quedan interiormente varados; se vuelven seres incompletos que deben resignarse a sobrellevar el descontento, condenados a sufrir los recuerdos como si fuesen ruidos permanentes en el oído o piedras en los zapatos.

Siguen cumpliendo los deberes con actitud de zombi. ¿Será cierto lo que cuentan acerca de los zombies de Haití? En cada una de estas islas ocurren prodigios; a veces tienen lugar varios prodigios al mismo tiempo. La América no es como Europa. La gente, las comidas, las costumbres, la música, todo es diferente. Hasta los modos de razonar son otros: en las Antillas se discurre con otra lógica o con una variante híbrida, penetrada de arbitrariedad. Suceden cosas trágicas y, a la vez, bufas. En una república de Centroamérica -en el continente, no en las islas antillanas- se desató una guerra civil hace pocos años. Los lideres en rebeldía pactaron finalmente la paz; depusieron las armas, formaron un gobierno provisional; los jerarcas de la Iglesia católica exhortaron a la reconciliación de la sociedad.

Parecía que los asuntos públicos volverían a un cauce normal. Los organismos internacionales ofrecieron ayuda técnica, asesoria administrativa, e incluso préstamos a largo plazo y con bajos intereses. Durante la contienda detonaron explosivos en las casas de los dirigentes más destacados, en las oficinas gubernamentales y hasta en el recinto del Parlamento. Las luchas dejaron gran cantidad de muertos y heridos. Las familias afrontadas en las principales ciudades cultivaban el odio como si se tratara de orquídeas. Muchas personas quedaron mutiladas por las bombas, por la gangrena, por falta de atención médica oportuna. No sé con exactitud cuándo comenzó un movimiento destinado a establecer pensiones del Estado a favor de las viudas y huérfanos de la guerra civil. Se pensó que esas disposiciones mitigarían los sufrimientos de los sobrevivientes más pobres o desvalidos.

Escuché a un delegado de ese país referirse a los hechos y a un informe de aquella época disponible en la Unidad de Investigación.

Medialibra localizó el documento; faltaban en el legajo la introducción y las conclusiones.

Después supe, por boca de un visitante extranjero, que los ex combatientes lisiados, incapacitados para el trabajo ordinario, se agruparon para realizar una marcha y manifestar peticiones de que también se aprobaran pensiones para ex combatientes en sillas de ruedas, con muletas o aparatos de prótesis en manos y pies. Las viudas y los huérfanos, según sus alegatos, no habían sufrido en sus propios cuerpos los efectos de la guerra. El caso es que un montón de baldados de la guerra, con muletas y en sillas de ruedas, desfilaron en una plaza para reclamar pensiones. Algunos de ellos habían perdido sus viviendas en la guerra. Miles de personas acudieron a la plaza en apoyo de los minúsvalidos. El gobierno decidió reprimir la manifestación. La policía contra motines acudió al lugar con garrotes y gases lacrimógenos.

Arrollaron sin piedad cientos de cojos, tullidos, mancos, parapléjicos. Al llegar los reporteros de la “prensa internacional” encontraron docenas de sillas de ruedas volcadas, muletas partidas regadas en la calle y muchos hombres tirados en el pavimento que no podían levantarse sin ayuda. Los enfermeros no tenían camillas suficientes para trasladar tantas personas. Las ambulancias no daban abasto para socorrer a los contusos. Entonces el gobierno recurrió a una medida de emergencia: los carros fúnebres de todos los sanatorios de la ciudad deberían habilitarse como ambulancias para llevar a los hospitales a los ex combatientes, baldados y aporreados. Algunos murieron en camino a los consultorios médicos. Aquel día el pueblo decidió volver a la guerra.

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