Relato de una Era

Relato de una Era

Dios y Trujillo; En esta casa Trujillo es el jefe. Dos frases muy comunes y presentes como valla, la primera y como placa hogareña obligatoria, la segunda durante la última década de las tres que duró la Era de Trujillo.

Agreguemos a ello el encabezado que seguía a la fecha de toda composición escrita ya fuese en la escuela o en correspondencia pública o privada. Esas consignas penetraron hondamente en la psiquis de todas las personas por lo que no debe extrañar que los jefes de familia sintieran ser los representantes caseros del mandamás dominicano.

Mi padre no fue la excepción, sus juicios no se cuestionaban, sus órdenes se ejecutaban “voluntariamente” sin argumento, so pena de recibir una poco agradable e indeseada respuesta.

En ese tenor, recuerdo el uso peculiar que hacia mi progenitor a los pronombres tú y usted. Cuando me tuteaba, el ambiente era agradable y exento de peligro, por otro lado, si empezaba la oración diciendo: Mire, usted…, el asunto era serio y ponía a temblar, ya que era el preámbulo de una reprimenda.

Recuerdo que a fin de recibir el pan de la enseñanza intermedia y secundaria debía recorrer ocho kilómetros de ida, equivalentes a 80 kilómetros transitados semanalmente. Para ello contaba con la montura de mi inolvidable jumento “Ligerito”. Una tarde excepcional, Papá, quien se desempeñaba como comerciante agrícola, me comunicó que debía salir más temprano para el liceo, puesto que necesitaría el burro, como parte de una recua, para la carga de la cosecha de cacao.

Con cara de poco agrado, pero sin protestar, partí con una hora de anticipo para la escuela. Llegué puntual a las 2 de la tarde y terminamos a las 5 pm. Mi compañero de estudio, el hoy fallecido Carlos Manuel, era hijo de un rico hacendado y comerciante de la zona, llamado Carlos Sosa.

El poderoso hombre de negocios tenía una finca apodada La Jíbara, quizás atendiendo al nombre del lugar. Carlos Manuel me invitó a esperar sentados en los bancos del parque de Bajabonico , el retorno de la camioneta de su padre, y así recibir el beneficio de un transporte gratuito.

Eso fue viernes, comenzando la primavera. Dieron las 6 pm y la camioneta no llegaba; empezó a anochecer, decidí emprender a pie el regreso al hogar.

Mi difunto padre era obsesivo con eso de medir el tiempo; poseía un reloj de pulsera marca Bulova, a prueba de golpes y de agua; te mandaba a una diligencia y primero miraba el cronómetro, igualmente volvía a chequearlo al regreso.

Volviendo al relato, pasando la sección de Llanos de Pérez y colindando con Quebrada Honda, alcancé a divisar la figura paterna quien al encontrarnos de frente miró a su reloj. Eran pasadas las siete de la noche.

De inmediato y sin mediar palabras exclamó: “¿Dígame usted si estas son horas, para que, saliendo a las 5 pm de la escuela, ahora sea que usted venga llegando a la mitad del camino?”

Era mejor guardar silencio. Rápidamente agregó: “al llegar a casa, esa pela no se la evita nadie”. Fue la caminata más larga y tormentosa de mi vida. Ya en la vivienda papá me hizo cenar, seguidamente se removió la correa del cinto; el resto es fácil de adivinar. Mamá guardó silencio.

Desde ese día no volvió a faltarme Ligerito, ni yo volví a esperar transporte gratis.

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