Relatos de apodos

Relatos de apodos

No se trata de nada nuevo ni reciente. Los romanos, en sus mil años de gloria imperial, no dejaban pasar oportunidad de crearle un apodo burlesco aún a respetables personalidades. Un buen ejemplo puede ser Cayo Julio César, quien nació en el mal reputado barrio de Suburra en Roma por el año cien antes de Cristo. Calvo desde joven, se refiere que cada mañana dedicaba buen tiempo a tratar de ocultar su carencia peinándose desde la nuca hasta la frente. Casó cuatro veces y tuvo numerosas amantes y compleja vida sexual. Los soldados a su mando lo llamaban “el adúltero calvo” (moechus calvus) y “el Seductor Calabaza Pelada”. César se reía cuando desfilaban por las calles de Roma en ocasión de un triunfo y la tropa gritaba a las multitudes: “Hombres, encierren a sus mujeres en sus casas, ¡ha vuelto el seductor Calabaza Pelada!”.

Pero nosotros carecemos de tal aceptación del humor.

Sin embargo no nos falta creatividad para poner apodos que ocultamos entre susurros. A cierto valioso escritor y político, corpulento y no agraciado, siempre trajeado y encorbatado, le llamaban –a sus espaldas– “ñame con corbata”. Parece que se consideraba especialmente feo este tubérculo que hoy triunfa internacionalmente como una nueva línea de exportación.

Cierta modosa y regordeta profesora de la escuela de señoritas “Salomé Ureña”, allá por los años cuarenta o cincuenta, caminaba de un modo que parecía flotar. Era como si se deslizara por la acera sin mover pies, brazos o cualquier parte del cuerpo. La llamaban “Jesús sobre las aguas”.

Recuerdo a un alto funcionario, respetable personaje del gabinete de Trujillo, hombre culto, severo y solemne. De baja estatura y algo pasado de libras, impecablemente trajeado de “dril Presidente”, no sé por qué parecía inflado hasta el punto de que le pusieron el mote de “buñuelo de viento” que es el nombre de unas deliciosas bolas de harina de trigo muy delicadas y livianas, como si estuviesen llenas de aire, que se fríen y luego se bañan en un almíbar caramelizado. Pues al funcionario lo comparaban con uno de estos dulces antañones de grata recordación.

Me cuentan que en una ocasión de las muchas en que debía presentarse en el despacho de “El Jefe”, Trujillo lo mantuvo un tiempo inusual en el antedespacho donde aguardaban otros personajes. Finalmente dispuso que un ordenanza fuese a la sala de espera e hiciera pasar al respetable funcionario.

–¡A Buñuelo, que pase! –ordenó.

El militar quedó perplejo ¿A quién, Jefe?

-A Buñuelo, carajo. Salga y diga en voz alta: “Buñuelo, que puede pasar”.

Y el distinguido personaje, avergonzado y perplejo, se levantó y acudió al despacho del temible dictador.

Eran tiempos difíciles. Trujillo lo recibió con la sombra de una sonrisa traviesa.

Y cruel.

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