Religión mundana

Religión mundana

POR JOSÉ LUIS ALEMÁN, S.J.
1. Ética económica. Ética de Presión. Ética de Aspiración La Iglesia Católica es una religión «mundana» en el sentido de aspirar mediante una ética religiosa económica y política a «regular» la vida (Max Weber).

Weber afirma que una ética orientada a la acción reguladora del mundo no puede limitarse a un compendio religioso de teorías éticas. Si quiere cambiar el mundo tiene que apuntar los motivos psicológicos y religiosos de su actividad. No basta una «doctrina social» se requiere un impulso de la vivencia religiosa a la actividad.

Weber vivía en décadas de escepticismo sobre la practicidad de la pura razón para modificar cualitativamente la existencia. El, tan brillante intelectualmente, cayó en la cuenta como Scheler que «sin recurso al sentir, al amar, al odiar, etc.». no existen actos morales fundamentales. Otro coetáneo de Weber, Unamuno, lo formuló con claridad escolástica: «La filosofía responde a la necesidad de formarnos una concepción unitaria y total del mundo y de la vida y, como consecuencia de esa concepción, un sentimiento que engendre una actitud íntima y hasta una acción».

Esta tendencia a la acción motivada por la reflexión intelectual sobre la sociedad y la vida es el elemento prioritario de una enseñanza social orientada hacia una mayor justicia. Voy a exponerlo partiendo de la vida de los cristianos de la etapa fundacional de la Iglesia.

En su etapa fundacional, cerrada arbitrariamente hacia fines del siglo primero de nuestra era con la muerte del último apóstol, testigo oficial de la vida y muerte de Jesús (Hechos, 1, 21-22), los cristianos convertidos del judaísmo o del helenismo, vivían la experiencia de haber pasado de un «mundo» dominado por la triple concupiscencia -bajos apetitos, soberbia de los ojos, codicia de bienes (1 Juan, 2, 16)- e inmerso en las tinieblas de la ignorancia sobre el sentido último de la Vida, al reino de la luz encendida por la buena noticia del amor de Dios a todas las personas, especialmente a las más pobres, por el perdón de los extravíos, por poder vivir en comunidad el viejo ideal judío de la justicia y el derecho, por la esperanza del cumplimiento de la promesa de una nueva tierra y de un nuevo mundo (Efesios 1, 1-16, Colosenses 1, 13-20) y por las palabras de Jesús: «miren que yo estoy con ustedes cada día hasta el fin del mundo» (Mateo, 28, 26).

La experiencia de la conversión y la cercanía temporal a un Jesús a quien muchos conocieron llevaban al grupo de los creyentes a pensar y sentir lo mismo y a poseerlo todo en común repartiendo sus bienes y dándolos con absoluta libertad a los pobres de modo que «ninguno pasaba necesidad» (Hechos, 4, 32-37). No parece ninguna exageración retórica el estado de euforia vivido en las primeras décadas del cristianismo descrito por San Pablo con estas palabras: viven «fortalecidos en todo aspecto por el poder que irradia de Dios, con una entereza y paciencia a toda prueba y dando gracias con alegría al Padre, que los ha hecho dignos de tener parte en la herencia de los consagrados, en la luz» (Colosenses 1, 11-12).

Resulta evidente que dos de los principios fundamentales de la doctrina social de la Iglesia -la libertad personal y el «destino universal de los bienes»- se practicaron sin ninguna formulación explícita.

El recuerdo de la Iglesia de los tiempos apostólicos al distribuir sus bienes libremente entre todos no es fundamentalmente una enseñanza de qué no debe hacerse económicamente -ciertamente provocó una enorme miseria entre los fieles de Jerusalén y obligó a San Pablo a dedicar parte de su tiempo a organizar colectas de limosnas de otras iglesias para mantenerla- o de su creencia en el inminente fin del mundo, sino el ejemplo fundante de solidaridad con los pobres y de la prioridad de ocuparse por su bienestar económico en el marco de una genuina experiencia religiosa, característica imprescindible del cristianismo. No existe, quiero decir, auténtica espiritualidad cristiana sin compromiso -no sólo preocupación- por el bienestar económico de los pobres en bienes materiales.

Llamaré esta moral, siguiendo a Bergson ética «de aspiración» en contraposición a la «ética de presión». De esta última, a la que nosotros estamos acostumbrados desde Aristóteles, podemos decir que es «una moral cuyo carácter obligatorio se explica en último análisis por la presión de la sociedad sobre el individuo». Sus obligaciones son relativamente fáciles de formular y de aceptar porque reflejan la práctica de la vida y se muestren como concreción de exigencias que la sociedad impone. Esta moral se da en una sociedad que ambiciona su conservación y su acatamiento acompaña el buen funcionamiento de la sociedad. Prescinde, del análisis de sus raíces: la «emoción original».

Para explicar este origen introduce Bergson la moral «de aspiración» definida como la participación emocional en nuevas formas religiosas de ver la vida, de hacer progresar la sociedad en busca de nuevos destinos religiosos, tal como vivieron y mostraron los grandes fundadores de religiones e incluso algunos reformadores religiosos como Francisco de Asís o Ignacio de Loyola. Al tratarse de nuevas formas de vida lo imprescindible en los primeros tiempos no era la formulación precisa de enseñanzas, que surgirán más tarde, sino ciertas exigencias vitales manifestadas en la vida misma de los fundadores a cuya imitación y seguimiento nos sentimos obligados.

Los primeros cristianos en el marco de la perspectiva de una vida nueva encarnada en Jesús y testimoniada por muchos testigos practicaron una moral «de aspiración» casi por instinto. Poco a poco a lo largo del tiempo los cristianos iríamos formulando reflejamente una ética económica y política «de presión».

A pesar de la importancia de la motivación para la acción ética es imposible restar importancia a ciertos principios-guías racionales si la ética busca regular religiosamente la vida. La acción sin guía, casi instintiva, lleva necesariamente al desorden. Por eso la enseñanza social de la Iglesia ofrece un compendio de esos principios.

La formulación no exhaustiva de esos principios -búsqueda del bien común, destino universal de los bienes, papel subsidiario del Estado frente a organizaciones de la sociedad, solidaridad con los pobres, participación, igualdad – no puede, sin embargo, revestir el carácter de inmutabilidad. Los principios aplicados a sociedades en evolución y comprendidas dentro de diferentes visiones del mundo más que normas concretas de acción son orientaciones que fomentan valores -verdad, libertad, justicia (Pontificio Consiglio della Giustizia e della Pace, 87-112)- y previenen formas culturales anticristianas.

Karl Rahner con su habitual profundidad nos habla de una «herejía ontológica» que postularía que todo lo concreto en el campo humano no es sino un caso de lo universal sin contenido concreto alguno. «No hay política cristiana, no hay cultura cristiana, no hay partidos cristianos. Sólo puede haber, al menos principialmente, cosas que pueden ser no cristianas en cuanto contradicen normas cristianas generales… Nada existe en el campo de la cultura y de la historia que pueda enarbolar la prerrogativa de ser sola y exclusivamente realización cristiana».

Por eso los seis principios antes mencionados ni siempre han tenido esta categoría formal (por ejemplo el principio de participación de los individuos en la organización de la sociedad, el derecho de libertad de expresión, el principio de subsidiaridad) ni pueden ser implementados directamente en la regulación de la vida por ser principios prácticos solo en etapas de la historia y ser realizables siempre de distintas maneras.

1. Proceso de regulación religiosa de la vida social hoy

Pablo VI expuso sucintamente las fases del proceso de aplicación de los principios a la realidad mediante un diálogo con quienes construyen la sociedad (Ecclesiam suam, 54 ss.).

1. Las relaciones de la Iglesia con el «mundo» pueden tomar direcciones extremas: a) reducirlas al mínimo apartándose del trato con la sociedad profana; b) desarraigar los males de la sociedad anatematizándolos y promoviendo cruzadas contra ellos; c) acercarse a la sociedad profana para obtener influjo preponderante o ejercer en ella un dominio teocrático. Obviamente hay que reconocer que en su historia la iglesia ha optado por algunas de estas sendas conocidas en lenguaje eclesiástico como huída del mundo, inquisición, dominio indirecto de los Papa.

Hoy en día, en cambio, la Iglesia prefiere o si se quiere está «obligada» a relaciones dialógales con los agentes económicos, culturales y políticos. Aunque con vocabularios distintos sorprende la semejanza de este diálogo social con la intercomunicación de Habermas.

«La relación de la Iglesia con el mundo, sin excluir otras formas legítimas, puede figurarse mejor como un diálogo, en modo alguno unívoco, sino adaptado a la índole del interlocutor y a las circunstancias de hecho (una cosa es en realidad el diálogo con un niño y otra con un adulto; una cosa es el diálogo con un creyente y otra con un no-creyente)».

Pablo VI reconoce que este tipo de relaciones Iglesia-sociedad es resultado de la aceptación por la Iglesia de normas de convivencia hoy vigentes que reflejan los cambios experimentados por la sociedad occidental: pluralismo de opiniones, madurez del hombre religioso o no religioso, capacitación por la educación cívica para pensar, hablar y tratarse con dignidad. Los participantes en todo diálogo actual excluyen «la condenación inútil» si bien quisieran convencer a la contraparte de la bondad de sus opiniones.

«En el diálogo se descubre cuán diversas son las vías que llevan a la luz de la fe… Aun siendo divergentes pueden hacerse complementarias, impulsando nuestro razonamiento fuera de los senderos comunes y obligándole a profundizar en sus investigaciones, a renovar sus expresiones. La dialéctica de este ejercicio nos hará descubrir elementos de verdad también en las opiniones ajenas, nos obligará a expresar con gran lealtad nuestra enseñanza y nos dará mérito por la fatiga de haberlo expuesto a las objeciones de los demás, a la lenta asimilación del prójimo. Nos hará discretos. Nos hará maestros».

Como es natural este diálogo es «arriesgado» y puede «traducirse en una atenuación, en una merma de la verdad… Sólo el que es plenamente fiel a la doctrina de Cristo puede ser eficazmente apóstol. Y sólo el que vive en plenitud la vocación cristiana puede verse inmunizado del contagio de los errores con los que se pone en contacto». Porque de todas maneras el diálogo va: «Es necesario, lo primero de todo, hablar, escuchar la voz, más aún el corazón del hombre; comprenderlo en cuanto sea posible, respetarlo, y, donde lo merezca, secundarlo».

La Iglesia que participa en este diálogo muchas veces con interlocutores de diversa perspectiva (el científico, el no creyente, el ideólogo social, el político) se ve así implicada en una «reflexión madurada al contacto con situaciones cambiantes de este mundo bajo el impulso del Evangelio como fuente de renovación», sensibilizada «por la voluntad de servicios desinteresados y atención a los más pobres», y enriquecida por «una experiencia multisecular que le permite asumir, en la continuidad de sus preocupaciones permanentes»… las innovaciones creadoras que requiere la situación presente de este mundo (Octogésima adveniens, 42).

Las reflexiones ganadas en ese diálogo Iglesia-mundo forman el núcleo de la

parte «preceptiva» de la Doctrina Social. Es necesario, sin embargo, recalcar que más que de principios éticos inmutables y válidos para todos los tiempos se trata de una preceptiva orientadora nacida de las numerosas vicisitudes sociales experimentada en el último siglo, avalada, eso sí, por la interpretación oficial de la Jerarquía y presentada a todos como guía legítima de acción.

El carácter pragmático de la Doctrina Social fue claramente presentado por Pablo VI en la Octogésima adveniens, en mí opinión el más incisivo de los documentos papeles. Su razonamiento avanza de la siguiente manera:

a) la actividad económica es necesaria y puede estar al servicio del hombre; enfrenta a los actores sociales; y tiende a «absorber excesivamente las energías de la libertad»; genera «hábitos de pensamiento» orientados a «la defensa de los intereses privados» y une de tal modo a quienes pertenecen a una clase o a una cultura «que llegan a compartir sin reserva todos los juicios y todas las opciones de su medio ambiente».

b) Por eso «el paso de la economía a la política es necesario».

c) La política debe tener como finalidad buscar el bien común y no el del grupo de referencia, lo que exige respetar y ayudar a todos los individuos y grupos intermedios en sus actividades induciéndolos a cooperar en la realización del bien común.

d) «El poder político debe saber desligarse de los intereses particulares, para enfocar su responsabilidad hacia el bien de todos los hombres, rebasando incluso las fronteras nacionales».

e) El paso al campo de la política expresa una exigencia actual del hombre: mayor participación en las responsabilidades y en las decisiones. «Para hacer frente a una democracia creciente, hay que inventar formas de democracia moderna, no sólo dando a cada hombre la posibilidad de informarse y de expresar su opinión sino de comprometerse en una responsabilidad común».

f) «Por ello dirigimos nuevamente a los cristianos, de manera apremiante, un llamamiento a la acción». No basta: -«recordar principios generales», -«condenar las injusticias graves, proferir denuncias con cierta audacia profética»… Resulta demasiado fácil echar sobre los demás las responsabilidades de las presentes injusticias.

g) «Cada uno debe determinar su responsabilidad y discernir en buena conciencia las actividades en las que debe participar».

h) Como en todas las actividades políticas corren paralelas aspiraciones legítimas y orientaciones «sumamente ambiguas» el cristiano debe: «elegir con diligencia su camino» «y evitar comprometerse en colaboraciones incondicionales y contrarias a los principios de un verdadero humanismo, aunque sea en nombre de solidaridades profundamente sentidas».

i) «Si quiere desempeñar su papel como cristiano y ser consecuente con su fe -cosa que los mismos no-creyentes esperan de él- debe mantenerse vigilante en medios de la acción, para dar a conocer los motivos de su conducta y para rebasar los objetivos perseguidos, movido por una visión más amplia de la realidad, lo cual evitará los peligros de los particularismos egoístas y de los totalitarismos opresores».

j) «En las situaciones concretas, y habida cuenta de las solidaridades que cada uno vive, es necesario reconocer una legítima variedad de opciones posibles. Una misma fe cristiana puede conducir a compromisos diferentes «.

Creo que el resumen de esta impresionante llamada de los cristianos al compromiso político basta para subrayar el carácter «mundano», regulatorio de la vida, de la Doctrina Social de la Iglesia Católica.

Obviamente una cosa es la realidad y otra la intención; entre ambas media una apreciable distancia. Recordemos, sin embargo que todo lo escrito «oficialmente», también en los Evangelios, puede esgrimirse por enemigos y algunos amigos de reformas. Lo escrito escrito está.

Puede lamentarse, igualmente, que el pluralismo político abogado por Pablo VI tienda a favorecer la apatía de los católicos: por no implicar un programa concreto de «sociedad cristiana». La base evangélica y la experiencia histórica, sin embargo, confirman esa posición. Un fundamentalismo religioso hecho ley y dotado de poder coactivo no ha sido bueno ni para la Iglesia ni menos aún para la humanidad. Tal vez pueda citarse en favor de esta separación de Iglesia y Estado la para mí triste experiencia humana y religiosa de un islamismo fundamentalismo.

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