Reloj especial para perezosos

Reloj especial para perezosos

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Doctor Ubrique, es imposible concebir un ejército formado por personas cariñosas y dulces, condolidas ante el sufrimiento humano. La política es una guerra sucia en la que afloran continuamente las peores cosas que guardamos en el alma. No puedo decirle con certeza si la política es el comienzo o la continuación de una guerra; pero sí estoy seguro de que Gerardo Machado la veía como una lucha permanente.

Usted mencionó en el autobús a un general prusiano que trató ese tema con el mayor desparpajo. Valdivieso escuchaba atentamente a Dihigo; también el notario dejó los documentos sobre la mesa para oír lo que decía el bayamés. Los tres hombres miraban a Ladislao esperando una contestación.  –  Mi padre opinaba, dijo con tristeza, que la política siempre ha sido la misma, esto es, una actividad configurada por elementos idénticos, o muy parecidos, a lo largo de la historia: armas, astucia, odio, traición, codicia, resentimiento, ambición, intriga, crímenes. Pero mi padre solía añadir que una diferencia importante debíamos tener en cuenta a la hora de hablar de política: saber si se trata de la actual o de la remota.  Si un historiador comenta un pasaje de la historia del imperio romano, no pasa nada; y lo mismo podría ocurrir si se estudia la vida de un dictador antillano de hace sesenta años. En cambio, escribir un artículo sobre la política actual podría llevar a un periodista a la cárcel, tal vez a la muerte. Al terminar de decir esto Ladislao percibió claramente el ruido de la lluvia cayendo sobre la ventana.

 –  Usted interrumpió sus explicaciones acerca de la pereza cuando la conversación llegó al asunto de la crueldad del Presidente Machado, recordó el notario con voz muy suave. –  Bueno, no es solamente la pereza de algunos cubanos; los he mencionado porque el autor de El derecho a la pereza nació en Santiago de Cuba. Sin embargo, tengo noticias de que un hombre muy rico mandó a construir un reloj público, con la intención de donarlo al pueblo de Barahona, en la isla de Santo Domingo. El reloj está hoy instalado en una torre y tiene la particularidad de que da la hora dos veces. A las doce del día el pueblo oye veinticuatro campanadas; a las siete de la mañana se oyen siete y, tras una pausa, otras siete. El rico donante estaba convencido: en un pueblo perezoso es necesario repetir las campanadas para que los hombres se levanten de sus camas en días lluviosos.

 –  Licenciado Menocal, permítame leer el primer cuaderno del legajo, la porción que se refiere a Rusia en los años de la revolución y la guerra civil. Son acontecimientos muy viejos que no tienen nada que ver con el general Machado.   – Está bien, vaya usted revisando el cuaderno. Ordenaré que nos sirvan café. Menocal recogió el cartapacio con ambas manos y lo entregó a Ladislao. Inmediatamente el húngaro buscó la página donde la lectura fue interrumpida y comenzó a leer ávidamente. Menocal tocó el timbre bajo el escritorio; apareció el mismo joven que había avisado de la llamada telefónica.   – Pide que nos traigan café a todos; que usen las tazas grandes que se guardan en la alacena. Ladislao leía para sí, en absoluto silencio, completamente ajeno a la lluvia, a la concurrencia, a la hora y al café.

–   Doctor, no nos deje sin saber de las cosas que está leyendo.    – Excusen ustedes mi distracción y falta de cuidados; tengo tanta curiosidad por leer las memorias de Marguerite de Bertrand que he llegado a la descortesía; pido disculpas; leeré para ustedes lo que ya he leído: «Mi madre no mejoró en Suiza. La guerra y los medicamentos la habían trastornado. Pienso que el dolor por la ausencia de mi padre ella lo habría podido superar con solo recibirlo en el sanatorio. Pero no ocurrió así. Los familiares de mi padre habían escrito a la hermana de mi madre, en Ucrania; le informaron que mi padre no estaba en Francia; y que no podría regresar en los próximos meses; también explicaron que Marusia había sido internada en una casa de salud, creo que en Zimmerwald, en Suiza».

«Mi hermanito y yo éramos entonces unos críos. No teníamos clara conciencia de lo que ocurría. Sabíamos que había una guerra, que nuestro padre no quería estar con nosotros, que nuestra madre estaba enferma. La hermana de mi padre nos recogió un día, a la salida de la escuela, y nos trasladó a su casa en la Turena. Nos dijo que ya Marusia iba en camino a Suiza para someterse a un tratamiento. Pude comprobar más tarde que los cheques que mi padre enviaba a París empezaron a llegar a la Turena. Mi tía nos trataba con rudeza pero nos daba de comer con abundancia, aunque era una época de escasez y privaciones en muchos países. Ella no gastaba el dinero como Marusia. No vestía como mi madre y no tenía obligaciones sociales en aquel pueblo de campesinos. Nuestros parientes en Ucrania y en San Petersburgo decidieron entonces ir a Suiza y llevarse con ellos a Marusia. Mi tía paterna se encargaba de alarmarlos a través de cartas. Un buen día, después de pasar cuatro meses en su casa, la tía nos dijo que debíamos encontrarnos con nuestra madre en San Petersburgo. «Iremos juntos a Suiza a buscar las fichas médicas de tu madre; las necesitarán en Rusia, explicó secamente; después, continuarán el viaje ustedes solos. Allá están sus otras tías que les atenderán mejor que yo». Fueron las últimas palabras que escuchamos de su boca al subir al tren en Ginebra. El historial médico de mi madre lo había puesto en la maleta de mi hermano». Santiago de Cuba, 1993.

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