Remembranzas

Remembranzas

POR JOAQUÍN RICARDO
El primero de septiembre del presente año se hubiese conmemorado el nonagésimo octavo aniversario del advenimiento al mundo de Joaquín Antonio Balaguer Ricardo. Nació en un pequeño poblado de la ciudad de Santiago, conocida como Navarrete, y desde muy joven demostró que entre sus virtudes, la humildad fue la reina. Comprendió aquel joven que la humildad es la luz que disipa las tinieblas esparcidas por el orgullo, que ella es el más eficaz antídoto contra los extravíos e inconductas, y que la misma termina siendo el bálsamo de donde nace la resignación, aupando el principio de la dignidad y la grandeza.

Ese adolescente precoz llegaría a ser más tarde el equilibrio de nuestra sociedad, posición que desempeñó por más de sesenta años. Todos conocíamos su vida llena de merecimientos, siempre lista a servir a los intereses de la República. A su vida de sencillez russoniana, de austeridad espartana y de valor aquilino, se unió la fortaleza viril de sus ideas, las cuales mantuvo hasta los umbrales del sepulcro.

Todos recordamos en sus últimos años al venerable anciano en su sencilla y modesta vivienda, repartiendo consejos con entusiasmo y dando ejemplo, hasta el último momento, de cómo un ciudadano cumple con sus deberes. El, aún borde de la muerte, continuaba entregado al trabajo en beneficio de la dominicanidad.

El 14 de julio del año 2002 palpitó por última vez su corazón. El azar, su aliado inseparable, le tendió un puente de rosas perfumadas para que iniciara el viaje a lo ignoto el día en que se conmemoraba la toma de la Bastilla, hecho que habría de transformar la conducta social y política de la sociedad moderna, ya que no fue en modo alguno un trueno aislado. Es cierto que fue un motín más, entre los cuales el del 14 de julio de 1789, en París, no fue ni siquiera el más violento. Pero, como nos advierte Jacques Godechot, «lo que le confiere un carácter casi único a la jornada del 14 de julio es su epílogo. La toma de Bastilla ocasionó la capitulación del rey ante el pueblo sublevado y, apenas un mes más tarde, la caída del Antiguo Régimen, es decir, el sistema feudal que imperaba en Francia desde hacía casi mil años».

Como decía Víctor Hugo, «una revolución es la larva de una civilización». La francesa fue el rayo que rasgó la noche hispanoamericana para encender el fuego independentista de todo el continente, que tan bien conoció el Doctor Joaquín Balaguer.

Su cuerpo, expuesto en la residencia de su madre, colocado sobre un níveo sudario, adquirió dimensiones hercúleas y se hizo coloso; el que lo había vencido todo, aún la muerte, y desde ella se erguía más luminoso y fundido en la inmortalidad.

Por ante su cuerpo yaciente desfiló la sociedad dominicana. La que él, cual Fidias, contribuyó a esculpir con sus taumaturgos manos. Los rostros compungidos, especialmente de los más humildes, expresaban el sentimiento de dolor e incredulidad ante su partida. Musitaban una oración apenas audible, teniendo cuidado de no perturbar su viaje.

Durante tres días, mientras se expuso el cuerpo, la gente pasaba y volvía de nuevo a verle. En su tránsito por la improvisada sala funeraria espantaban las águilas del Genio que revoloteaban temerosas de dejar aquel cerebro privilegiado.

Los de más edad depositaban a su lado una flor sencilla como ellos, pero pletórica de cariño y de veneración. Recuerdo que las flores sencillas aumentaban el olor de la pujante floración de rosas perfumadas que rodeaban el cuerpo.

Lágrimas y más lágrimas derramaban aquellos que comprendían el significado de su muerte, pues con él trashumaban la moderación, el equilibrio, la vocación de servicio y el amor inconculcable e imperecedero a la patria.

En medio de la tristeza sólo la muerte cabalgaba alegre, pues había conquistado para su tenebroso imperio una de nuestras glorias más auténticas.

Arribó el día en el cual el mármol bruñido le daría su glacial acogida. Al despuntar el alba su pueblo se apropió de las calles y avenidas por donde transitaría la nave funeraria con sus restos mortales.

Entre claveles y lágrimas, rosas y lirios, le despedía todo un pueblo agradecido. Recordaban su eterna dedicación a su causa. Es que Joaquín Balaguer siempre hizo, y como expresó Séneca en «De la brevedad de la vida», «lo que es propio de un hombre extraordinario y que se encuentra situado por encima de los errores humanos, el no dejar que se le escape la más mínima parte de su tiempo sin aprovecharse de ella; y, por ello, la vida más larga es la de aquel que se desprendió de todo cuanto la misma le ofrecía para dedicarse por entero a ella. Nada dejó, por consiguiente, sin cultivar y que no diera fruto; nada quedó pendiente de la voluntad de los demás; minucioso cuidador de su tiempo, nada absolutamente encontró que mereciera la pena cambiarlo por él».

Transcurrió el tiempo velozmente para los que le íbamos a entregar a la tierra y diecisiete horas y media después, terminados los honores militares y los discursos protocolares, le depositábamos para su viaje al esfíngico santuario de los muertos.

Era una noche pletórica de estrellas, después de las lágrimas abundantes que, en forma de copiosa lluvia, vertió la naturaleza, como si ella también estuviese afligida.

Sus restos bajaban al mausoleo familiar. No podía olvidar que estábamos en la Atenas del Nuevo Mundo. Me situé mentalmente en la Atenas de los clásicos, la de Pericles y de Platón, es decir en Atenas inmortal, y la oscuridad nocturna me pareció una noche griega que dejaba entrever, por encima de nuestras cabezas, las constelaciones que contemplaba la vigía de Argos cuando esperaba la señal de la caída de Troya, Sófocles cuando iba a escribir Antígona, y los bardos latinos como Virgilio cuando pergueñaba la Eneida, Horacio con sus Odas y Ovidio y sus poemas eróticos.

Ensimismado en mi nostalgia me pareció escuchar una música, antes de oír el tañir de las campanas que en otros tiempos repicaban por los reyes, esa música era la Marcha fúnebre por la muerte de un héroe. Me pareció, entonces, que todos los nativos de esta tierra saben que hay una parte del honor dominicano que se llama Joaquín Balaguer.

Meditábamos, en el postrer adiós, acerca de la dimensión del familiar que pronto sería como diría Borges: «Un poco de cenizas y de gloria». Pensé que sobre él, como sobre todos los grandes hombres, se reflejaron las tormentas de los cielos, así como toda la majestuosidad del mar.

Sellan la tapa que cubre el nicho y, con la certeza de que algo se me iba con él, dialogo con mi conciencia ante el umbral severo de la tumba mis últimos pensamientos. Viene a mi memoria la figura de Pericles ante el monumento funerario del gran heleno y repito sus palabras para el ilustre muerto: «No fueron vuestros esfuerzos en vano, porque con tu patriotismo la República escaló la cima de sus glorias».

Hoy, dos años después, con motivo de un nuevo aniversario de su natalicio, regreso ante su última morada para decirle que la historia se engalana con su nombre; el héroe se inclina reverentemente ante los manes de nuestra nacionalidad y la República aún llora la desaparición del Doctor Balaguer, a quien consagro, con devota admiración, estas remembranzas.

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