Rencillas literarias y políticas

Rencillas literarias y políticas

FEDERICO HENRIQUEZ GRATEREAUX
Las pugnas entre intelectuales constituyen una “constante” en la historia de la cultura. Desde la antigüedad hasta los días que corren, los intelectuales han estado “despellejándose”. Heráclito de Efeso, como todos saben, se oponía a Parménides de Elea. Este último decía: “lo que es, es”; el primero afirmaba: “todo fluye”.

Heráclito escribió unas enigmáticas sentencias cuyo sentido estricto todavía hoy es objeto de enconadas discusiones.

Aristóteles creía que el mote de Heráclito “el obscuro” se debía únicamente a defectos en la puntuación. Según Aristóteles, Heráclito carecía de profundidad; era, en realidad, un mal escritor que desconocía la gramática griega. Por eso cometía tantos errores de puntuación. El propio Aristóteles, al redactar la Política, no hacía más que “corregir” o enmendar Las leyes, de su maestro Platón.

Muchos escritos de Aristófanes son burlas teatrales acerca de las costumbres, dichos y anécdotas, de los discípulos de Platón y de otros filósofos. Lo que ocurría en Grecia también ocurría en la China. El sabio Lao Tse, autor del famosísimo Tao te king, se “estableció” como el contradictor de Confucio y de su sobrino Mencio. Las escuelas filosóficas de la antigüedad se convertían a menudo en “sectas”, en grupos cerrados, que libraban encarnizadas batallas ideológicas. Los filósofos fundadores del pensamiento occidental, además de “interpretar” el mundo exterior, se enredaban en agrísimas polémicas y solían denostarse sin piedad. La mayor parte de las veces estas guerras obedecían a envidias ciegas, una redundancia enfática y retórica, puesto que envidia procede etimológicamente de “invidere”, esto es, no poder ver a alguien sin enojo . Otras veces se trataba de luchas por prestigio público o preeminencia social. En ocasiones, el fondo de las peleas consistía en la obtención de empleos, en merecer el aprecio de poderosos nobles, eclesiásticos o políticos. La tradicional endeblez de la economía de los intelectuales y artistas los lanza con frecuencia a estas riñas desesperadas. Lo mismo en el pasado que en nuestros días.

Giorgio Vasari cuenta en su libro: Vidas de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos del renacimiento”, las constantes pendencias entre grandes artistas florentinos del siglo XVI. Según Vasari, a medida que crecía la reputación de Miguel Angel aumentaba también la envidia que despertaba. Fue un tal Torrigiano quien propinó el puñetazo que deformó la nariz a Miguel Angel para siempre. El motivo del golpe: irritación ante la extraordinaria capacidad artística de Buonarroti. Torrigiano fue expulsado de Florencia. En España, durante los siglos de oro, algunos grandes escritores detestaban a otros escritores tan grandes como ellos.

Cervantes, Góngora, Lópe de Vega, Quevedo, encontraban divertido zaherirse. La política, como es de rigor, siempre ha tenido un papel central en las pedreas e improperios de los intelectuales.

Desde la época de Aristófanes hasta este momento. La polémica enfermiza sostenida por Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz dio lugar a dos libros fundamentales sobre la historia española: La realidad histórica de España y España, un enigma histórico. Los acercamientos y alejamientos entre don Miguel de Unamuno y José Ortega y Gasset podrían servir de base a un largo estudio acerca de la estructura mental de los intelectuales del siglo pasado. En Santo Domingo tenemos la querella nunca concluida entre los partidarios del Postumismo y los del movimiento de la Poesía Sorprendida. Dejemos fuera las pequeñeces y mezquindades de la fauna literaria menuda. En el siglo XVIII, Voltaire hablaba de Rousseau en los términos más despectivos que permitía su acidulado ingenio. Decía del autor del “Discurso sobre los orígenes y fundamentos de la desigualdad entre los hombres: “ese energúmeno gótico venido de Suiza”. Esto ocurría en el llamado siglo de las luces y entre personajes de primer rango: Voltaire y Rousseau. En el pasado siglo veinte las ideologías sociales hicieron estragos en las filas de los intelectuales. Además de estar los escritores divididos por ideas acerca de la ciencia y la religión, también lo estaban por concepciones políticas contrapuestas: liberalismo, fascismo, socialismo. Un caso muy extraño es el de Karl Marx, quien escribió una carta a Charles Darwin para pedir autorización al creador de “El origen de las especies” para dedicarle El capital. Darwin rehusó.

Una obra fundamental de la historia económica- y de la historia política contemporánea- como lo es El Capital, no gozó del prestigio añadido de estar dedicada o unida al gran teórico de “la evolución natural”.

En las últimas cinco décadas los hombres de letras se han embestido y aporreado bajo diversos lemas: unos tildados de “reaccionarios”, otros de “enemigos de la clase obrera”, cómplices de la oligarquía internacional o del “imperialismo yanqui”. En el lado opuesto de la acera están los “petardistas”, los comunistas sin Dios, los destructores de la propiedad privada, “del orden establecido”, los vanguardistas irrespetuosos. Estos esquemas abstractos y generalizadores han producido prisiones, muertes y dolores sin cuento. Para colmo, esas actitudes han obstaculizado la comprensión de muchisímas ideas hermosas, nuevas, aclaratorias, superiores a las que provocaban la controversia general.

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