Rendijas libres de la locura

Rendijas libres de la locura

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Hace muchos años leí -me parece que en un viejísimo ejemplar de la Revista de Occidente- que revolviendo papeles desechados de los archivos por una universidad alemana había “aparecido” la ficha medica de Federico Nietzsche.  El autor de Así hablaba Zaratustra, quien murió en 1900, estuvo recluido en el manicomio de la Universidad de Jena. 

Parece que los documentos médicos relativos a los pacientes fallecidos no eran sacados de los archivos hasta haber elaborado estadísticas de la evolución de las enfermedades y de los tratamientos.  Pasado algún tiempo – no sé cuanto – las historias clínicas de los internos en la institución iban a parar a un sótano donde se conservaban como referencias históricas.  A los estudiantes de medicina se les daba acceso a esos archivos para comparar historias medicas similares, documentar tesis, recabar datos.  Es probable que algunos estudiantes hubiesen utilizado la ficha de Nietzsche, y las de otros enfermos, para trabajos académicos.

El médico que hizo el reconocimiento de Nietzsche al ingresar en el sanatorio describió irregularidades en las medidas del mentón del filósofo; después de examinar la boca y la bóveda palatina consignó que el paciente presentaba una desviación de la úvula – que en Santo Domingo llaman campanita -.  Nietzsche sufrió desde muy joven intensos dolores de cabeza, a tal punto que, según el propio Nietzsche escribió al critico danés Jorge Brandes,  “llegó un tiempo en el que estaba enfermo 200 días del año”.  Nietzsche confiesa en esa carta que su salud empeoró desde 1876.  Tenía entonces solamente 32 años de edad. A causa  de estos malestares permanentes, Nietzsche pasaba los veranos en los Alpes suizos, en Sils-María, en lo que llaman la Engadina, y los inviernos en Niza.

En la referida carta, escrita desde Turín en 1888, Nietzsche explicaba a Brandes: “la enfermedad debía ser local.  No tenía ningún carácter neuropático.  Nunca sufrí de enfermedades mentales, ni tuve fiebre ni me desmayé.  Mi pulso estaba tan débil como el de Napoleón I”.  Enseguida añadió: “me especialicé en aguantar los más atroces dolores.  Atormentado durante algunos días sin interrupción, no perdí por eso el sentido ni la claridad de mi razón”.  Nietzsche redactó  Aurora roja en el invierno de 1881.  En relación con ese texto dice: “Este libro es para mí un dinamómetro: lo escribí con el mínimo de fuerza y salud.  Desde 1882, mejoré.  Me voy curando, aunque lentamente.  La crisis ha pasado. […]  Después de todo mi enfermedad me fue muy útil; dio libertad a las potencias de mi alma, me devolvió mi energía y mi yo”.

Tal vez sea cierto que Nietzsche padecía un tumor cerebral de lento crecimiento, que presionaba los huesos del cráneo y le dificultaba la circulación sanguínea. ¿Cómo pudo escribir tantas paginas maravillosas con esa limitación terrible en su capacidad para concentrarse?   Es incuestionable que Federico Nietzsche fue, a la vez que un extraordinario escritor, un agudísimo pensador.  Su talento verbal era tan grande como su penetración intelectual.  ¿Afectó la enfermedad el carácter de su obra literaria?  ¿El celebrado estilo aforístico de Nietzsche, es acaso el resultado del sufrimiento continuo que le condenaba a la reflexión intermitente?  Sin embargo, no hay dudas de que su pensamiento es orgánico y lleno de conexiones: los principios morales están vinculados a la religión; la ideología es una fuerza de coerción social; las creaciones artísticas pueden ser usadas como instrumentos de poder político;  el hombre es capaz de liberarse de las cadenas de la ética cristiana; moral, religión, sociedad, historia, arte y política, forman parte de un intrincado y coherente sistema.  Incluso llegó a considerar la vida humana desde la perspectiva doble de la acción y del conocimiento.  Todo ello es lo contrario del aforismo aislado o suelto, huérfano de contexto teórico. 

En el año 1944, casi al cumplirse los cien años del nacimiento de Nietzsche, la Editorial de Grandes Autores, de Buenos Aires, publicó en español los ensayos de Jorge Brandes acerca de las obras del siempre adolorido pensador alemán.  En dicho libro se reproducen las cartas cruzadas entre 1887 y 1889 por estos dos hombres típicos del siglo XIX.  Brandes murió en 1927.  En las ultimas cartas de Nietzsche a  Brandes, ya a punto de internarse en la selva de la locura, le dice: “ yo soy, de hecho, el primer psicólogo del cristianismo”; de Pascal, afirma: “¡Es el único cristiano lógico!”  Una de estas cartas llevaba como firma: El crucificado; otra, escrita por las mismas fechas, enviada a la princesa Tenischev, la remitía: El anticristo.  Nietzsche también escribió en esos meses: “Algún día se dirá que yo y Heine hemos sido los más grandes escritores en lengua alemana”.  Pretendía que los valores instintivos prevalecieran sobre cualquier forma de piedad o de mesura.  Quizás pudo anticipar nuestra época atroz por una rendija cerebral libre de la locura.  Las “formas de dominio” que entrevió o presintió para el futuro de Europa, son vigentes ahora en todo el mundo; los “valores naturales”: el orgullo, la voluntad, la audacia, la crueldad, son hoy más importantes que los valores religiosos, las normas morales, los ideales de bondad o de servicio puúblico.  Nietzsche es una suerte de Unamuno al revés.  El dolor de cabeza perpetuo que le llevó a la parálisis – tal vez a causa de un aneurisma – lo ha devuelto con creces a la sociedad contemporánea.  Vivimos “en riesgo”, sin esperanzas de salvación, en combate constante con unos prójimos cada vez más distantes y resentidos.

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