Repique de campanas

Repique de campanas

ROSARIO ESPINAL
Fines de diciembre de 1985. Caminaba en las afueras de un poblado austriaco, próximo a la frontera con Hungría, desde donde divisaba la gran valla de alambres y púas que separaba el Este del Oeste. Era mi primera aproximación a territorio comunista, un mundo del que sólo conocía por libros y periódicos, y por escuchar en aquella época balaguerista, que algunos exiliados y jóvenes comunistas viajaban a esos lugares.

La valla no me sorprendió, tampoco las casillas elevadas de seguridad que alojaban guardias al acecho. Sin nunca haberla visto, imaginé que una frontera entre el comunismo y el capitalismo sería tosca y custodiada. La realidad no defraudaba mi imaginación, y en aquel diciembre, anterior al desastre nuclear de Chernobyl, se sentía un frío templado en el ambiente.

Poco después de divisar la frontera escuché un repique de campanas; miré a todos lados para identificar el campanario, y mi asombro al no encontrarlo fue tal que pregunté inmediatamente a mis acompañantes, ¿de dónde proviene ese repicar? De Hungría, me respondió el más austriaco de todos.

En ese momento mi cabeza comenzó a girar. Pensé en Carlos Marx, en el opio de los pueblos, los jerarcas conservadores, la teología de la liberación, la Revolución Cubana, la Guerra del 65, la banda colorá, los jóvenes dominicanos caídos por un ideal, y en el dogmatismo religioso y político que tantos conflictos humanos ha producido.

No sé cómo zumbaron tantas ideas por mi cabeza en pocos minutos, pero ahí estaba yo, en mi primera cercanía al comunismo, escuchando la melodía de un campanario.

Quedé atónita, nunca hubiese imaginado que mi primer acercamiento a un país comunista coincidiera con un repique convocando a un ritual religioso. Luego, meses más tarde, pensé que ni mi crianza católica ni mis lecturas de sociología de la religión habían tenido tanto impacto simbólico como aquellas campanadas para ayudarme a comprender el poder de las religiones.

Concluí que las prohibiciones estatales no logran eliminar la necesidad de muchos seres humanos por establecer un vínculo espiritual con un Ser superior y disponer de creencias religiosas para guiar su accionar.

Pero también se afianzó en mi la idea de la necesidad de separar el poder público-estatal de las iglesias, más aún, en sociedades diversas, donde hay que asegurar la libertad de creencias para lograr una adecuada convivencia entre personas que profesan distintas religiones, o entre creyentes religiosos y no.

El tema es relevante en la República Dominicana por diversas razones, y una de ellas es la reciente protesta de algunos líderes evangélicos que piden la eliminación del Concordato y los beneficios que otorga a la Iglesia Católica desde 1954.

El asunto no es nuevo en el país, surge de vez en cuando, pero al igual que otros temas espinosos, nunca se logra solución adecuada porque las autoridades públicas dominicanas muestran tenues convicciones y poca valentía para asumir con responsabilidad su función como representantes del poder laico.

La demanda de los representantes evangélicos es ilegítima. Ellos buscan tener los beneficios especiales de la Iglesia Católica, pero ninguna iglesia, ni siquiera la católica que es mayoritaria entre los dominicanos, debe recibir privilegios estatales.

En el plano religioso, la función de un Estado moderno y democrático es garantizar la libertad de creencias y cultos, que es, además, un derecho constitucional del pueblo dominicano. El gobierno puede subsidiar servicios públicos que administren grupos religiosos, pero no debe otorgar beneficios especiales a las iglesias para fines confesionales, como por ejemplo, la construcción de templos.

Las religiones no son un servicio público; las iglesias son instituciones privadas con sus propias regulaciones que se fundamentan en creencias con base en actos de fe.

La relación entre el Estado y la religión es un tema sensitivo, ante el cual, algunos líderes religiosos reaccionan a veces con pronunciamientos defensivos. Por su parte, las autoridades públicas nunca toman carta adecuada en el asunto, prefiriendo dejarlo todo como está. Es lamentable y muestra la debilidad institucional del Estado Dominicano.

Se entiende que las iglesias luchen por preservar sus beneficios. Así lo hacen todos los grupos de interés. Pero para lograr una sociedad con libertad de creencias y cultos, por un lado, e independencia del Estado de las doctrinas religiosas, por otro, es necesario establecer una clara separación entre lo público-estatal y lo religioso.

El Estado tiene como función primordial garantizar los derechos de toda la ciudadanía, independientemente de sus preferencias religiosas. Las iglesias, por su parte, tienen como función principal el trabajo pastoral con su feligresía.

Sin duda, las iglesias como instituciones sociales tienen derecho a promover sus valores en distintos ámbitos de la vida humana, pero un Estado moderno que se proclame democrático, tiene que adoptar políticas públicas con independencia de las religiones, de manera que pueda atender la amplia gama de derechos y problemas de distintos sectores sociales.

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