REPORTAJE
Contraste en bateyes

<STRONG>REPORTAJE<BR></STRONG>Contraste en bateyes

Batey Redonda. Desde que la industria azucarera estatal colapsó y miles de obreros agrícolas dominicanos y haitianos quedaron atrapados en las redes de la miseria en los bateyes, la vida de Yamena Foroyán, haitiana, 55 años, madre de cinco hijos, cambió radicalmente. La situación de su vecino Anselmo Domínguez, nacido y criado en este batey, no es diferente.

“Hay mucha jambre, mucha calamidad. Aquí no hay ná que hacé”. La angustiante expresión de Yamena  es socorrida por Anselmo: “Esto se jodió. Ni empleo, ni chiripeo, ni trabajo. Y no hay para dónde coger”. 

Los ingenios Porvenir, Boca Chica, Consuelo, Santa Fe y  Quisqueya son recuerdos del pasado. Ya no hay zafra. Ahora siempre es “tiempo muerto”.

El común denominador de estos seres humanos es la miseria que viven como en cooperativa, ya    que todos comparten, día a día, las calamidades cotidianas y el futuro incierto de esta red de bateyes que han sido abandonados a su suerte y, por ello, obligan a  la gente a sobrevivir en condiciones infrahumanas. 

La existencia para estas personas se torna cada día más difícil, más precaria,  más áspera.  Se palpa, se respira la escasez, las precariedades en los destartalados barracones,  la estrechez en los cuartos de dormir, donde se amontonan  para tratar de conciliar el sueño; se nota  el apuro por llevar alimentos a los niños y ancianos y la imperiosa necesidad de mejorar sus condiciones de vida.  Aquí  la miseria tiene cara de hereje.

Este batey no es diferente al Paloma o el abandonado  La Mula. Una radiografía a  esta extensa red de centros cañeros de los quebrados ingenieros azucareros del Consejo Estatal del Azúcar permite obtener los mismos resultados, unos más drásticos que otros, sin necesidad de exponer  en una placa o película los dramas de miseria colectiva. Esperanza, Libia, Molinito, Olivares, Parcela Uno y Dos o Batey Alemán. El drama humano es el mismo.  Porvenir, Boca Chica, Consuelo, Santa Fe y  Quisqueya son recuerdos del pasado, realidad presente de una economía agroindustrial que ha colapsado.

La otra cara. Jean Louis Bayón, 40 años, picador y cultivador de caña en terrenos del consorcio CAEI, del Grupo Vicini, vive el contraste de sus compatriotas en Batey Nuevo Cayacoa. El trabajador haitiano vive cómodamente en una habitación de soltero. Y no tiene planes de casarse.

Bayón forma parte de los trabajadores beneficiados de la primera fase del proyecto Nuevo Cayacoa, un complejo habitacional, educativo, deportivo y comercial del Grupo Vicini para beneficiar a los empleados del Consorcio Azucarero de Empresas Industriales (CAEI), como parte de su filosofía empresarial responsable. La inversión fue de 160 millones de pesos.

El Grupo Vicini  maneja 46 bateyes de campo en la región este del país.  Alrededor de 6,500 personas de todas las edades, con 950 de ellos trabajadores de campo, dependen directa o indirectamente de las actividades agrícolas de este grupo económico, radicado en el país desde hace más de 150 años, y con inversiones en diversas áreas de la economía nacional. Alrededor de un 75 por ciento de las personas que residen en esos bateyes son empleados o dependientes de Grupo Vicini, que maneja los ingenios azucareros CAEI, Angelina y Cristóbal Colón. Este último es el único que procesa azúcar.

El 85 por ciento del personal es de origen haitiano. Todos, haitianos y dominicanos y sus descendientes conviven, sin distinción, en viviendas higiénicas, cómodas y seguras. Tienen agua potable y energía eléctrica gratis. También servicios médicos y dental privado, 14 centros de atención primaria de salud, una ambulancia, escuela y  16 espacios “para crecer” destinados entre otros objetivos a impedir cualquier forma de trabajo infantil. Un grupo de ONG’s trabaja en varios programas sociales para los trabajadores.

“Tenemos un servicio de emergencias permanente. También tenemos programas para pacientes crónicos. Si el problema de salud se agrava, lo referimos a un centro de salud especializado”, explicó la doctora  Priscila  Hunkins, quien era asistida por la enfermera Carmen Julia Castillo.

Los centros educativos del grupo económico acogen a estudiantes de las comunidades cercanas. En total, en los predios de CAEI reciben atención escolar poco más de 3,000 alumnos, independientemente de que sean hijos de empleados o no. En particular, en Batey Nuevo Cayacoa funciona  la escuela Atabeira, de 13 aulas, dos niveles y con capacidad para unos 600 estudiantes para los niveles de preescolar, primaria y secundaria. Actualmente cuenta ya con 269 alumnos y está bajo la dirección de Fe y Alegría. El transporte escolar es gratuito y el entorno del proyecto tiene áreas deportivas, un complejo comercial y áreas verdes.

Un  moderno centro de salud será inaugurado frente a la escuela como centro de referencia de salud para toda la zona. Allí los trabajadores y sus dependientes recibirán atención médica primaria gratuita bajo altos estándares de calidad. A pocos metros fue construida la iglesia católica Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa.

Otro moderno centro escolar funciona en Batey El Toro, próximo a San Pedro de Macorís, y llevará el nombre de Felipe Vicini Perdomo. El área es habitada por los empleados del ingenio Cristóbal Colón, además de damnificados del ciclón George. Desde 1998 decenas de familias fueron alojadas allí de manera “provisional” por las autoridades nacionales. Pero se quedaron. CAEI también garantiza la educación a los menores en edad escolar que residen en la comunidad con sus padres, aun cuando éstos no están formalmente relacionados con esa empresa agroindustrial.

De dos niveles, la escuela de diez aulas acoge 633 estudiantes y opera bajo la dirección del Instituto Dominicano de Desarrollo Integral, IDDI. Hay 25 profesores y una sala de cómputos. Funciona, además, un programa nocturno para educación de adultos. Los fines de semana hay un programa en inglés para niños y adultos de la comunidad. 

Rutina que mata

¿Cómo sobrevive la gente que se quedó en los bateyes que pertenecían al CEA? Esta legión de desempleados tiene pocas opciones. Los servicios básicos son nulos. El agua que consumen es de pozo y los niños se tienen que  trasladar varios kilómetros a pie a otras comunidades para recibir docencia.  Un motoconcho cuesta 75 pesos por un recorrido de menos de un kilómetro, mientras las destartaladas habitaciones que habitan de gratis son el único vestigio de lo que antes fue la gran industria de nuestro país.

Algunos se han ido a Bávaro a trabajar o “motoconchar”. Retornan una vez al mes a ver a su familia.

La mayoría de los hombres ocupan pequeños espacios para sembrar guandules, yuca, auyama, batata y plátano.

Las viviendas de madera podrida y los barracones están a punto de derrumbarse.

Sus techos han cedido a las embestidas del tiempo, el implacable. La gente no tiene recursos para repararlos, de modo que han encontrado una manera práctica de protegerse de las goteras:   utilizan fundas plásticas que aprisionan con piedras. Así evitan que el viento los deje a la intemperie. No hay letrinas ni “baños”. “Las fundas las buscamos en un vertedero que está por allá”, explica uno de ellos.

Ahí hay gente que busca cosas, las vende y come algo para no morirse de hambre”, comenta Makey Yan,  haitiana, de  25 años, quien habla español. Tiene tres hijos.  Su esposo es carpintero pero ambos están desempleados.

La venta de limones es un paliativo. Algunos adultos, hombres y mujeres se desplazan a buscar el mágico fruto curativo para venderlo al pírrico precio de 300 pesos el saco. Un usurero, conocido como “Pelestén”, se aprovecha de la situación y los compra a “vaca muerta”.

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