Casi medio siglo de crecimiento económico, de devastación ecológica y degradación humana, saldo agridulce de un modelo de desarrollo que cambió la fisonomía del país, transformó al dominicano y a la dominicanidad, regido por un Estado patrimonial que consagró la corrupción y quebró la institucionalidad, convirtiendo el clientelismo en respuesta envilecedora a la pobreza y a la ignorancia, a la falta de empleos y de oportunidades.
Un modelo elitista y socialmente excluyente, con un balance a 2008 de 3.6 millones de pobres, más de un millón en la indigencia, que al subrayar la dualidad entre ricos y pobres engendró males sociales agigantados con la desatención estatal, hoy traducidos en un clima de inseguridad que a nadie le es ajeno.
Desequilibrios
Cinco décadas de un patrón de desarrollo con marcados desequilibrios económicos, sociales, sectoriales y regionales, que renegó del campo y alentó migraciones de dominicanos y haitianos a las ciudades, atraídos por la siembra de varilla y cemento desde los multifamiliares de Joaquín Balaguer a los elevados de Leonel Fernández. El aumento de la población urbana nacional de 30 a 64% generó una explosiva y anárquica expansión en Santo Domingo y otras urbes, agravó el déficit habitacional, la dotación de servicios y el saneamiento ambiental, con arrabales que circundan torres y plazas comerciales, nuevos templos de un consumismo desbordado sin una base productiva que lo sustente, provocando un déficit compensado con endeudamiento y el lavado de activos del narcotráfico que contaminan la economía.
Saldo amargo de la ausencia de una auténtica ciudadanía, de la pasividad y permisividad de la sociedad, las complicidades y contubernios entre el poder político, económico y militar que dan vigencia a un sistema motorizado por la búsqueda apresurada de rentabilidad económica y política.
Sostén de estabilidad
Contraviniendo principios de una pretendida democracia, frágil, incompleta, los partidos reformista, perredeísta y peledeísta impusieron un estilo de gobierno que magnifica el reparto de los bienes del Estado como sostén de la estabilidad política y la gobernabilidad, con concesiones y dádivas desde la cúpula a la base social.
Del barril sin fondo del gasto público, miles de millones de pesos se pierden en una hipertrofiada burocracia, duplicando la nómina del gobierno entre 2000 y 2009, al pasar de 353,000 empleados a alrededor de 600,000, con botellas y nominillas que junto a barrilitos, subsidios y canonjías tornan estéril el gasto estatal. En un dispendio sin paralelos engullen los fondos de impuestos y préstamos, elevando una deuda pública que de poco más de US$30 millones en 1960 hoy cifran entre US$11,435.4 millones y US$17,396.2 millones mientras añejos males estructurales se entretejen con problemas coyunturales, encadenándose la pobreza y el desempleo a la violencia y a la delincuencia, a la criminalidad y el tráfico de drogas que permea todos los estratos sociales, espoleado por la búsqueda de dinero rápido y desbordadas expectativas de consumo.
¿El resultado?
Una asfixiante inseguridad e incertidumbre que agria el balance de un modelo que generó crecimiento económico pero no desarrollo, produjo riqueza pero no equidad, y a fuerza de despojo de la tierra y parte del jornal concentró en 10% de la población la mitad de las riquezas, del Producto Interno Bruto incrementado en medio siglo de US$538 a US$46,000 millones.
Falta de compromiso
La inequidad masificó la pobreza, cuya causa principal atribuyó el Informe Nacional de Desarrollo Humano de 2005 no a la falta de financiamiento y de recursos económicos, sino al escaso compromiso con el progreso colectivo del liderazgo nacional político y empresarial en las últimas décadas. A la ausencia de un pacto social, de participación, solidaridad y empoderamiento de los sectores mayoritarios.
Se perpetúa, así, un modelo de alto consumo de bienes importados, atenuado por la crisis, que genera poco empleo y demanda empleos precarios, de baja cualificación y productividad. Y que al marginar la educación y la salud carece del capital humano indispensable para la competitividad en un mundo globalizado que privilegia el conocimiento y requiere de estándares más exigentes para la plataforma productiva, las instituciones y la formación humana.
No retribuye
El sistema imperante propició la desigualdad y falta de oportunidades, al sustentarse en la acumulación y el despojo, en un bajo salario individual y social, que no retribuye los impuestos con servicios públicos, y al cabo de medio siglo acumuló males sociales, sin asomar aún una clara definición de cómo enfrentarlos: alto déficit en educación, salud y vivienda, electricidad, agua potable y transporte. Problemas reiteradamente advertidos en los años setenta, cuando aumentaron pese al auge económico, agudizándose con la crisis de los ochenta, manteniéndose en la bonanza de los noventa, y que en la primera década del siglo XXI persisten peligrosamente agigantados.
Esas y otras debilidades acuciantes, las demandas de mayor productividad y competitividad llevan a reclamar un cambio en la sustentación del desarrollo, en la práctica política y en la conducta ciudadana.
¿Nuevo modelo?
Las propuestas de un nuevo modelo de desarrollo despiertan dudas sobre si el liderazgo político y económico estará dispuesto a cambiar su tradicional forma de actuar. ¿Estarán los gobernantes en actitud de deponer el inmediatismo, jerarquizar las prioridades en pos del desarrollo humano aunque políticamente sea menos rentable a corto plazo? ¿Será compromisario el sector empresarial con una mayor equidad en la distribución de la riqueza?
El modelo de desarrollo marginó la agropecuaria y privilegió los servicios
El fracaso del neoliberalismo vuelve la mirada a la agropecuaria aún de quienes renegaron del campo, donde las huellas de más de 30 años de abandono reclaman no sólo elevar la producción y la productividad, sino también las condiciones de vida de los campesinos.
Urge volver al campo, pero al mirar hacia las deshabitadas zonas rurales se evidencia que no tienen la pujanza de 1960, cuando concentraban dos tercios de la población nacional y 409,334 de las 597,931 viviendas del país, cuando la agropecuaria representaba cerca del 30% del PIB y abarcaba un 60.6% de la fuerza laboral, frente a sólo 18.1% de los servicios.
Los campesinos optaron por la emigración, los técnicos agrícolas desertaron, quedan pocos y no hay relevo, la Agronomía es una de las carreras menos demandadas. Y, si bien asoman ciertas innovaciones, la brecha tecnológica es inmensa, persistiendo rudimentos en los métodos de cultivo. Allá aguarda una mano de obra descalificada para la competitividad, la reserva de inmigrantes haitianos acrecentada con la anuencia y beneficio de políticos, militares y empresarios agrícolas y de la construcción, la preferida desde los ingenios para no tecnificar el corte de la caña, la absorbida en sus fincas por los hacendados para elevar la rentabilidad con salarios más bajos, la que gana espacio en el comercio informal y el turismo.
Los campesinos criollos se fueron a las ciudades o al exterior, compelidos por un modelo de desarrollo que no retiene la población. De 2.8 por mil en 1960 la tasa de salida al exterior de dominicanos pasó a 105.7 en 2002. Pero durante la presente década y particularmente con la crisis internacional, se cierran las puertas a esta válvula de escape a la presión social, sobre todo en los dos principales destinos: Estados Unidos y España.
Además de las remesas, ascendentes a US$3,110 millones en 2008, el éxodo al exterior trae desintegración familiar, transculturación e inversión de valores, extraños patrones conductuales que desdibujan la identidad dominicana.