Reportaje
El lujo y la belleza de la alta joyería no conocen de crisis

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EFE Reportajes.- Claro que hemos notado la crisis. A todo el mundo le ha afectado. Pero la hemos sentido mucho menos que otras empresas, gracias a que tenemos una clientela fiel y un producto especial».

Quien así se expresa, Franklin Adler, director general de la joyería Adler, representa, junto con su hermano Carlo, a la tercera generación de una firma familiar que arrancó en 1886 cuando su abuelo, el joyero Jacques Adler, originario del Imperio austro-húngaro, dejó Viena para abrir un taller en Estambul, que entonces era la capital mundial de la joyería.

Pero la historia se remonta a su bisabuelo, quien decidido  emigrar a Nueva York, a su paso por Estambul «tuvo la suerte de que el caballo del sultán tuvo un problema, y él, que era gran conocedor de los caballos, terminó siendo nombrado jefe de las caballerizas reales, y nunca llegó a Nueva York», cuenta Franklin.

Su hijo Jacques fue enviado a Viena a estudiar el oficio de joyero, y tras siete años, siendo ya maestro, volvió a Estambul donde «combinó el saber-hacer vienés con la cultura otomana en el barrio de los orfebres».

Por ello, las joyas de Adler se caracterizan por su estilo de fusión de culturas, una mezcla de Oriente y Occidente que, para sus responsables, es el secreto de su continuo éxito.

El padre de Franklin y Carlo fue la segunda generación de esta empresa familiar, hasta que el primero tomó las riendas y abrió una segunda boutique en Estambul, en el lujoso hotel Hilton.

«Pero mi sueño era traer la casa a Europa, yo estaba enamorado de Ginebra, que estaba en el centro del continente, donde había esa cultura de joyas, de relojes, y era una ciudad de dimensiones humanas y con una gran calidad de vida, donde todo funcionaba», cuenta Franklin Adler.

Así, el 26 de mayo de 1972, ya con su hermano Carlo, abrieron su primera tienda en Ginebra, una fecha con anécdota.

«La puerta de la boutique, de una marca especial y blindada, venía de Alemania, pero no llegó a tiempo y estuvimos tres días sin puerta», recuerda Carlo, añorando aquellos tiempos en que semejante situación no era una temeridad.

Y allí comenzó su éxito. «Eran los buenos años de los petrodólares, venían las familias de Oriente Medio y nosotros teníamos esa mezcla de Oriente y Occidente que era nuestra gran ventaja».

En los 120 años transcurridos desde su fundación, la familia propietaria siempre ha mantenido el control sobre todas las etapas de la creación.

“NOS GUSTA LO QUE HACEMOS”.»Empezamos con la búsqueda de las piedras. Viajamos mucho para comprarlas», afirma Franklin, quien revela las tácticas para comprar bien, alguna no muy diferente del clásico regateo en un bazar: «cuando ves una piedra que te gusta no debes mostrar mucho entusiasmo, debes hacer como si no te importara»

Después está la luz: «una vez en Bangkok compré un zafiro, por 22,000 dólares, y al llegar a Ginebra era más negro que azul, porque allí hay mucha más luminosidad, por eso hay que tratar de ver las piedras con poca luz», y luego está «el ojo», «el sentimiento», básico para elegir la piedra.

Y todo el proceso tiene un único objetivo: «complementar la belleza de la mujer», pues para la casa Adler, «las joyas y las mujeres son inseparables, complementarias».

«La belleza es un tema que se repite siempre. Nos gusta lo que hacemos, pero no queremos hacer joyas para que se guarden en un cofre y se saquen dos veces al año», aseguran.

Para ello, la firma ha ido evolucionando para adaptarse a la mujer de hoy, «que quiere llevar la joya al trabajo», por lo que ésta no debe ser muy pretenciosa.

De ahí que también hayan abierto el abanico de materias, desde las piedras preciosas a otras semipreciosas, y a materiales como el titanio o la fibra de carbono.

No obstante esa «democratización» de la joya que aseguran haber realizado, el precio de las piezas medias no baja de los 50.000 dólares, mientras que las piezas únicas, que tardan en elaborarse entre 3 y 9 meses, se venden a cientos de miles de dólares.

Carlo recuerda una ocasión en que «teníamos un anillo único que estábamos dispuestos a vender por 600,000 dólares en la tienda, y una de las más importantes casas de subastas nos ofreció ponerlo a la venta, y salió por 1,5 millones».

¿QUIÉN COMPRA?. Pero, ¿quién compra esas maravillas? Los Adler son extremadamente discretos sobre su clientela, y aunque aceptan revelar que grandes familias, así como familias reales, están entre sus más fieles clientes, la privacidad de estos es sagrada.

«Tenemos clientes que ni siquiera desean que su nombre se mencione en nuestra publicidad», dicen.

Una publicidad que, cada vez menos, muestra las tan exclusivas piezas, para evitar las copias. «Nos han llegado a copiar algunas grandes marcas y por eso ya no hacemos catálogo», señalan.

Una vez, estando en Hong Kong, se sorprendieron al ver en la vitrina de una joyería una de sus creaciones. Cuando entraron en la tienda, e indignados se presentaron como Franklin y Carlo Adler, el propietario, lejos de amilanarse, les recibió con los brazos abiertos y con la frase: «¿Son los Adler?  !Qué gran honor. Nos encantan sus joyas, las copiamos todas!».

Ahora, con tiendas en Hong Kong, Londres, Tokio, Moscú, Abu Dabi, Doha y la exclusiva estación alpina de Gstaad, la cuarta generación de los Adler ya se está preparando para tomar el relevo, y así los dos hijos de Franklin ya trabajan en la firma, con el objetivo, ¿por qué no? de llegar a donde su tatarabuelo soñaba: a Nueva York.

Las claves

1. Adler

La joyería Adler es una firma familiar que arrancó en 1886 cuando el joyero Jacques Adler, originario del Imperio austro-húngaro, dejó Viena para abrir un taller en Estambul, que entonces era la capital mundial de la joyería.

2. Culturas

 Las joyas de Adler se caracterizan por la fusión de culturas, una mezcla de Oriente y Occidente que, para sus responsables, es el secreto de su continuo éxito.

3.  Precio

El precio de las piezas medias no baja de los 50.000 dólares, mientras que las piezas únicas, que tardan en elaborarse entre 3 y 9 meses, se venden a cientos de miles de dólares.

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