Los exiliados dominicanos, estimulados por el triunfo de la Revolución Cubana que tocó con golpes redoblados a las puertas de la América Morena y provocó un incendio de ilusiones que desencadenó torrentes de esperanzas en las juventudes del Continente Americano, obtuvieron el decidido apoyo de los internacionalistas solidarios con nuestra causa.
Comenzaron a movilizarse en febrero de 1959 y se fueron concentrando en la hermana isla de Cuba para recibir en la Hacienda Mil Cumbres, Pinar del Río, y en otros lugares de esa provincia -La Cieneguilla y Punta Arenas- un entrenamiento militar bajo la supervisión del comandante Camilo Cienfuegos para poder integrarse al Ejercito de Liberación en formación, con el deliberado propósito de reeditar en la República Dominicana una hazaña militar, similar a la que se había llevado a cabo en la Patria de Martí, la que, de tener éxito, liberaría a nuestro pueblo de la ignominia que estaba viviendo desde el año 1930.
Al fin en el atardecer del domingo 14 de junio de 1959, diez años después de haberse producido el 19 de junio de 1949 el frustrado desembarco de la expedición armada por las playas del poblado de Luperón, Puerto Plata, bajo el mando de Horacio Julio Ornes Coiscou, sorpresivamente, y procedente de Cuba, descendió desde del cielo sobre el aeródromo militar de Constanza un viejo avión C-46 de carga con motores Curtis, camuflado con las insignias y colores con que se identificaban las aeronaves de la Aviación Militar Dominicana (AMD), piloteado por el venezolano Julio César Rodríguez, asistido del copiloto cubano Orestes Acosta, y como Ingeniero de Vuelo o indicador de ruta, el capitán Juan de Dios Ventura Simó, quien el 30 de abril de ese año había desertado de la Aviación Militar Dominicana asilándose en Puerto Rico.
Este aeroplano transportaba en su vientre cincuenta y cuatro ángeles rebeldes en su mayoría jóvenes de clase media alta que integraban una tropa ebria de ilusiones redentoras, muchos de ellos profesionales que renunciaron a las comodidades y hasta a un futuro promisorio en el extranjero; y bajo las órdenes del Comandante Insurgente Enrique Jiménez Moya, asistido por Delio Gómez Ochoa, capitán del Ejército Rebelde Cubano y héroe de Sierra Maestra, llegaron llenos de patriotismo con la decisión de derrocar la tiranía de 29 años de Rafael Trujillo Molina y armados de ilusión, coraje y dignidad empuñando con entusiasmo y gran valor unos veteranos fusiles que no conocían el miedo, y estremecieron montañas, sacudieron llanuras, y se jugaron la vida para liberar a la Patria sojuzgada, oprimida y humillada por tres décadas de crímenes, de complicidades y silencios; y se comportaron con la gallardía de los héroes sin dobleces, como lo hacen los grandes soldados en manos del enemigo.
Y en la madrugada del 20 del mismo mes y año, por la costa norte del país, las embarcaciones Carmen Elsa, con 96 expedicionarios, y la Tinina con 48, que hacían un total de 144 argonautas de la libertad, bajo el comando de José Horacio Rodríguez Vásquez hacían pie en las arenas de las playas de Maimón y Estero Hondo, y en ambos frentes, repletos de patriotismo, lucharon con estoicísmo para reconquistar la dignidad y la libertad de un pueblo sometido durante 29 años a la voluntad omnímoda del tirano Trujillo.
De ahí que esas actitudes osadas deban servir de ejemplo para convocar la valentía de las futuras generaciones, a fin de que ellas imiten las acciones realizadas por esos hombres atrevidos que el 14 y el 20 de junio de 1959 arribaron por nuestras montañas y mares dispuestos a morir, porque entendían que su inmolación por la Patria en el altar de la dignidad nacional serviría de estímulo para que otros continuaran la lucha que habían iniciado; de acicate a los cientos de hombres y mujeres que aquí teníamos las ilusiones mustias y las esperanzas marchitas; y que ese gesto insuflaría enormes dosis de ánimo y optimismo a quienes parecía que habíamos optado por una vergonzosa pasividad, y que soportábamos -en un silencio casi cómplice- los desafueros que venía cometiendo el viejo y decrépito tirano que intentaba eternizarse en el poder, el que al final de su tercer decenio de estar usurpándolo había perdido el rumbo, la sensatez, la prudencia y seguía ahogando en sangre cualquier manifestación de disidencia o algún reclamo de justicia.
Tales acciones insurgentes, ejecutadas con más coraje que pertrechos, contribuyeron a que se multiplicara la Resistencia Interna, agitaron los enojos acumulados en nuestra juventud, que sintió el fracaso de esas expediciones como el hundimiento de sus ideales; y produjeron una sacudida volcánica en las conciencias adormiladas de muchos paisanos que durante el período 1930-1959 estuvieron viviendo en un oscurantismo político que les impedía reconocer que la peor cobardía es saber lo que es justo y no hacerlo, y que las cosas se vuelven difíciles porque no nos atrevemos a realizarlas; por lo que esas heroicidades nos hicieron pensar en la apremiante necesidad que teníamos de rebelarnos contra ese monumento de injusticia social y política, porque sólo así es que se podría lograr que nuevamente se volvieran a tocar en la República Dominicana los acallados redoblantes que avisan el combate y que, por nueva vez, sonara el aquietado clarín para anunciar la aurora de la libertad.
La valentía de ese grupo, sus animosas proezas y sacrificios, despertaron la conciencia embotada de la Nación; sacaron de la inercia de la indecisión y la vacilación a muchos ciudadanos que, de manera indiferente, en ese momento ocupaban un espacio en nuestro ordenamiento social; se llevaron de encuentro enfoques y planteamientos ya obsoletos; coadyuvaron a que se produjera un cambio drástico en la actitud de complicidad que importantes sectores sociales mantenían con el régimen despótico, como fue el caso de los militares progresistas que conspiraron contra el tirano, y el de ciertos prelados de la Iglesia Católica que, al fin, se decidieron a combatir desde sus púlpitos los desmanes del dictador, lo que también coadyuvó a derrotar la maquinaria trujillista; y confirmó, asimismo, que el heroísmo es una ocupación peligrosa que a menudo conduce a un fin prematuro.
Los exiliados dominicanos
No obstante saber los aguerridos expedicionarios que el camino de la sublevación que habían escogido para demoler el deportismo estaba lleno de pedregones y de extensas y altas vallas; que se enfrentarían a una poderosa y superior maquinaria militar bien equipada y con una superioridad numérica, nunca titubearon para enrolarse en el Ejercito de Liberación, porque estaban conscientes de que la razón histórica estaba de su lado, ya que combatían por una causa justa; y a pesar de que dichas expediciones armadas no tuvieron éxito porque en ese momento no existía una concienciación política ni una red organizada de la Resistencia Interna que le sirviera de soporte, ni lograron el necesario apoyo del campesinado; sin embargo, esas jornadas redentoras e históricamente trascendentales demostraron determinación, valor y patriotismo; y fueron la chispa que encendió la llama de la libertad, que dos años más tarde arrasó con la tiranía de Trujillo.
De esa gesta heroica sobrevivieron sólo el Comandante Delio Gómez Ochoa, Pablito Mirabal, Poncio Pou Saleta, Mayobanex Vargas, Alfredo Almonte Pacheco y Francisco Medardo Germán.
Hoy, mañana y siempre: ¡Loor a los valientes hombres de la Raza Inmortal!