La independencia proclamada el 27 de febrero de 1844 se diferencia en muchos aspectos de las de los demás pueblos latinoamericanos. La primera es que ésta fue una segunda independencia. Con excepción de México y de Nicaragua, bajo el mando del aventurero estadounidense William Walter durante los años 1856-57, los demás pueblos latinoamericanos no tuvieron una segunda independencia en el siglo XIX.
La segunda es que su proclamación fue facilitada por la inexistencia de la esclavitud en 1844, ya que había sido abolida por Boyer en 1822, contrariamente a lo que sucedió en muchos países latinoamericanos, donde la existencia de dicha nefasta institución fue durante mucho tiempo un obstáculo a la lucha independentista. La preocupación de que los esclavos aprovecharan una lucha a favor de la independencia y en contra de España para rebelarse fue una de las causas más importantes por las que las clases altas latinoamericanas no se lanzaron a un movimiento independentista en el siglo XVIII.
Testigo de ese temor fue el científico alemán Alexander von Humboldt, quien observó que la oligarquía venezolana era adversa a la independencia porque creía que en las insurrecciones corría el riesgo de perder a sus esclavos.
Lo mismo sucedió con la oligarquía cubana a todo lo largo de la decimonónica centuria.
Otro rasgo distintivo de la independencia dominicana de 1844 lo constituye el hecho de que la lucha independentista se llevó a cabo contra los haitianos, contrariamente a lo sucedido en la América continental en el período 1809-24, y en Cuba a finales de la decimonónica centuria, donde fue contra el colonialismo español.
La miseria imperante en el Santo Domingo español en los siglos XVII y XVIII, en el primero mucho más que en el segundo, hizo que los españoles emigrantes al Nuevo Mundo no quisieran establecerse en la parte oriental de La Española, ya que prácticamente no existían posibilidades de enriquecerse.
Ésta era una situación diferente a la existente en Caracas, donde la compra del cacao para su venta en el exterior dejaba grandes beneficios a los mercaderes peninsulares allí establecidos. Igualmente sucedía con los gachupines que adquirían los cueros de res en Buenos Aires para fines de exportación.
Ciudad de México y Lima, sedes administrativas de los dos virreinatos más importantes, eran los lugares donde mayores ganancias se obtenían, porque desde esas urbes se hacía la distribución de las mercancías importadas a toda la América hispana.
Atraídos por las grandes ganancias mercantiles, muchos españoles se establecieron en Lima y Ciudad de México, una parte de los cuales se casó con damas de las oligarquías peruana y mexicana.
De esta situación de hegemonía mercantil en Hispanoamérica no tan sólo sacaban provecho los mercaderes españoles radicados en Lima y Ciudad de México, muchos de ellos representantes de casas comerciales establecidas en Sevilla y Cádiz, sino también las clases altas peruanas y mexicanas.
Las peruanas les vendían productos a elevados precios no tan sólo a Chile, sino también a Ecuador, al Alto Perú (Bolivia), donde se encontraban las ricas minas de plata de Potosí, y a otros territorios sudamericanos.
Los peninsulares establecidos en Lima estaban totalmente opuestos al libre comercio por el que abogaban los independentistas latinoamericanos, ya que eso perjudicaría gravemente sus intereses.
Estaban plenamente conscientes de que el mantenimiento del monopolio mercantil que tanto les beneficiaba dependía de que continuara el dominio político de Hispanoamérica por parte de España.
Por estas razones, se opusieron tenazmente a la independencia de Latinoamérica, a tal grado que se constituyeron en el principal bastión antiindependentista en dicho subcontinente.
En México, los peninsulares, quienes eran los beneficiados del monopolio en el comercio exterior, se encontraban asociados a la oligarquía criolla compuesta por los que eran dueños de minas y hacendados al mismo tiempo y dominaban el importante mercado interno.
El alto porcentaje de indios fue un factor que obligó a los peninsulares y a los oligarcas mexicanos y peruanos a entenderse entre sí, con el fin de evitar que los nativos se rebelaran, debido al alto grado de explotación al que los tenían sometidos.
Diferente era la situación en Venezuela y Argentina, donde no había que temer rebeliones indígenas, por su menor número y por residir en lugares generalmente selváticos en Venezuela, y en territorios que aún no habían sido conquistados por los blancos en Argentina.
Los domínico-españoles no estaban ni en el grupo de los beneficiados ni en el de los perjudicados por el colonialismo español, ya que el escaso progreso del Santo Domingo español en los siglos XVII y XVIII impidió que la Corona española y los comerciantes de la misma nacionalidad pudiesen obtener grandes beneficios de dicha colonia.
No tuvo lugar una gran explotación mercantil por parte de comerciantes peninsulares, pues era muy reducido su comercio exterior, el cual, a partir de las Devastaciones de Osorio de 1605 y 1606, no se hizo mayormente con España a través de las casas comerciales instaladas en Sevilla, como era el caso en la América hispana continental, sino con el Santo Domingo francés, Guadalupe, Martinica, Curazao, Jamaica, Puerto Rico, Colombia, Venezuela y Nueva York.
En esos intercambios participaban muchos domínico-españoles y muy pocos españoles, siendo muy mínima la cantidad de estos últimos residentes en Santo Domingo y muy reducidos sus capitales.
Ejemplo de esta afirmación es Juan José Duarte, padre del patricio Juan Pablo Duarte, quien al momento de su muerte solamente poseía dos casas, no mansiones, y un establecimiento en el que se vendían artículos de marinería.
Tampoco se desarrolló el resentimiento que existió en la Hispanoamérica continental contra el Imperio español por los excesivos impuestos. Sucedió todo lo contrario. La pobreza del Santo Domingo español hizo que la metrópoli enviase un subsidio anual llamado el Situado, para pagar sueldos de militares, empleados y sacerdotes. Esto desde 1608 hasta 1795, año en que fue cedido a Francia mediante el Tratado de Basilea.
En el Santo Domingo español no tuvo un lugar destacado la rivalidad que se produjo en la Hispanoamérica continental entre peninsulares y criollos por los altos cargos burocráticos de la Administración colonial, pues eran muy pocos, y los españoles no deseaban ir a la parte oriental de La Española a ocuparlos, debido a la miseria existente en la misma.
Al no haber grandes intereses que defender, el Imperio español no envió tropas al Santo Domingo español, por lo que el golpe de Estado de Núñez de Cáceres se dio sin disparar un solo tiro contra soldados ibéricos.
Factores que habían estado en contra del movimiento independentista en Hispanoamérica en el período 1809-24, el clero y lo español, fueron proindependentistas desde que se inició la ocupación haitiana, el 9 de febrero de 1822, lo que se explica por qué no había animadversión ni contra España, ni contra la Iglesia Católica.
Contrariamente a lo sucedido en la Hispanoamérica continental, donde una buena parte de los sacerdotes se opuso a la lucha contra el colonialismo español, en el Santo Domingo español todo el clero vio con agrado el movimiento independentista que los trinitarios crearon con Juan Pablo Duarte a la cabeza.
El pueblo dominicano vio con profundo desagrado la imposición del francés como el idioma oficial en los tribunales y en los actos de las Oficialías del Estado Civil y de los notarios públicos, porque lo consideró una tentativa por parte del ocupante haitiano de desarraigarlo culturalmente con fines posteriores de una haitianización, ante la cual respondió aferrándose con todas sus fuerzas al empleo de la lengua castellana, como un modo de resistencia.
El 27 de febrero de 1844, los dominicanos proclamaron su independencia de Haití, y no de los imperios español, francés o portugués, como fue el caso en el resto de la América Latina.
Al tener los haitianos idioma, cultura, religión y costumbres diferentes a las de los dominicanos, estas marcadas diferencias que el licenciado José Núñez de Cáceres le señaló a Boyer en la ceremonia de entrega de las llaves de la ciudad de Santo Domingo, el 9 de febrero de 1822, facilitaron grandemente la lucha contra los invasores provenientes del otro lado de la frontera en las campañas militares de 1844, 1845, 1849 y 1855-56, porque todos los sectores nacionales se unieron contra el agresor extranjero de un comportamiento muy distinto al de los dominicanos.
Ésta era una situación totalmente opuesta a la ocurrida en muchos lugares de Hispanoamérica en los años 1809-24, cuando sectores sociales lucharon a favor del colonialismo español. Una prueba es la batalla de Ayacucho, en la que de los nueve mil partidarios de la continuación de la dominación española en América, los llamados realistas, solamente quinientos eran oriundos de España; los demás de Sudamérica.