JOSÉ BÁEZ GUERRERO
En abril pasado me regalé a mí mismo en ocasión de mi cumpleaños- escribir sobre lo que quiero y no lo que debo. Este lunes una tormenta inesperada me ha puesto otra vez en esa onda. Quizás es un egoísmo inconsecuente. Pero a veces hay que mirar alrededor de uno y oler las flores. Aquí las tenemos todo el año, no sólo en la primavera, que dizque no la hay en los trópicos, pero que llega siempre comoquiera, con signos más discretos que en las zonas temperadas.
Por ejemplo, al comenzar la primavera florecen los robles criollos, con sus hermosos manojos de pétalos azules o blancos, como pudo verse en abril en algunos tramos de la avenida Bolívar en la capital. Es un espectáculo glorioso, y se aprecia aún más cuando hay pocas ocasiones para verlo, como nos ocurre a quienes emigramos desde Gazcue a otras latitudes capitaleñas.
El inicio de la primavera casi siempre anda cercano a la Semana Santa, y si uno es afortunado y tiene patio, y árboles alrededor de la casa, puede notar cómo varía en esta época el canto de los pájaros. Las rolas y rolones, ausentes a final de año durante el invierno, regalan su gorjeo profundo de manera insistente; los ruiseñores, reyes del canto entre las aves caribeñas, se empeñan más en abril, como si sus trinos festivos fueran la manera en que la naturaleza repica por la gloria de la resurrección.
Hay otro pájaro, que no pasa entre nosotros el año completo, y que anuncia su presencia con un canto estridente y agudo, cuyo nombre desconozco, pero que tiene las plumas de un negro intenso y brillante, con ojos amarillísimos. En mi patio tengo un níspero enorme, cuya fruta comparto con diversas variedades de ciguas, pájaros carpinteros, pájaros bobos, y otros. Su algarabía en las mañanas es un verdadero regalo de Dios, y a veces creo que peco cuando se me pasa agradecérselo. Aunque el agradecimiento humano nunca sea eterno, un poco de gracias diariamente manifestadas al Creador seguramente es buen negocio.
Pero mi favorito es un visitante que llega a pasar con nosotros el verano, y cuyos primeros ejemplares arribaron en abril, y tristemente parece que ya se fueron. Se trata del halcón nocturno antillano, el chordeiles gundlachii, conocido aquí como querebebé, y acerca del cuál he escrito antes. El nombre lo vi por primera vez en un cuento de Bosch, aún antes de haber conocido a esta interesante ave migratoria que, contrario a los patos que vienen del norte a pasar aquí el invierno, llega desde Sur América, especialmente Venezuela, la costa caribeña de Colombia, las Guyanas y Surinam, para veranear aquí. De día es casi imposible verlos, a menos que algún depredador amenace su nido, en cuyo caso sale volando. El querebebé es un auténtico halcón, excepto que caza sólo durante las noches, y cuyo elegante vuelo puede apreciarse en el crepúsculo, así como su canto onomatopéyico en alto stacatto. Anida en techos de viviendas urbanas, y abunda en casi toda la ciudad de Santo Domingo.
En nuestra ciudad hay también otras señales del paso de las estaciones, como es el cambio de color de las hojas de la caoba, cuyos retoños de verde claro e intenso van oscureciéndose mientras se acerca el verano, y la muda de las hojas de los almácigos, que en vez de ocurrir en el otoño o invierno, como pasa con los árboles de países fuera de los trópicos, se desnuda justo antes del verano, para recibir el calor con hojas nuevas.
En fin, los querebebés vinieron y se fueron; las rolas y rolones siguen cantando junto a los ruiseñores; los robles ya no exhiben sus aristocráticas flores azules y blancas; y hay que sacar tiempo para apreciar tanta belleza. Como dice Ferris Bueller en su día de escaparse del colegio, la vida es corta, y más vale disfrutarla
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