Resbalados en el CURSA

<p>Resbalados en el CURSA</p>

TONY PÉREZ
No imaginé cuán difícil sería la faena. Comencé a viajar a Santiago al filo del 93 cuando el CURSA-UASD no parecía un centro de educación parido por la primera universidad de América. Todavía en ese tiempo era como una silueta desparramada en casonas vetustas alquiladas o prestadas en diferentes sitios del casco urbano de la principal provincia cibaeña, con oficinas principales y algunas aulas en la 16 de Agosto, para más señas en la descuidada escuela primaria Ercilia Pepín, a unos cuantos pasos del antiguo Palacio de Justicia.

La rutina de viajes desde Santo Domingo para cumplir la misión era cada vez más insufrible, pese al cómodo transporte colectivo disponible. Peor cuando tuve que hacerlo desde el CURNE-UASD en San Francisco, sentado sobre el filoso borde de hierro que hacía de asiento improvisado de una «voladora», es decir, de un minibús atestado de pasajeros contando a toda garganta mil historias que solo a ellos interesaban, en abierta competencia con las protestas de sus gallos y gallinas debajo de los brazos y las bachatas que brotaban por las bocinas vencidas por el tiempo y el abuso de volumen.

Más que un viaje placentero, esta ruta era un terror de hora y media sobre cuatro llantas arruinadas. Sólo cuando pisaba tierra volvía a respirar con ligera normalidad pues tenía incrustada entre ceja y ceja la imagen de un montón de gente despedazada en la carretera Duarte, camino a Santiago, a causa del deslizamiento de uno de estos buses sobrepasado de carga. No había otra opción a la mano porque era y es una ruta prohibida por los sindicatos para las grandes compañías de autobuses.

Mi tranquilidad total sin embargo no regresaba cuando me depositaban en el destino, exhausto y oloroso a todo.

Llegaba a la escuela-universidad cuando la trulla de muchachitos todavía corría en tropel por sus pasillos. Era su espacio, pensaba, mucho hacen por nosotros, sin saberlo, pues nadie les pidió permiso para usar su local. Para comenzar nuestras tareas había que esperar a que se marcharan cerca de las cinco de la tarde, cuando también tenía la oportunidad de ver más cerca aquellas paredes, baños y butacas que semejaban más lugar de tortura que área para la reflexión.

Las aulas resultaban insuficientes, por dos razones principales: la mayor cantidad de secciones concentrada durante el fin de semana, cuando los profesores más voluntarios podían viajar; resistencia de varios docentes, incluyéndome, para moverse a edificaciones distantes y en peor estado, lo cual implicaba todo tipo de riesgos. Una de esas casonas tenía el segundo piso de madera putrefacta que dejaba ver el fondo.

Para evitar reclamos y pérdida de tiempo de docencia, opté por el patio, debajo de un almendrón o de otro árbol centenario cuyo nombre no recuerdo. O en la vieja cancha de baloncesto, con aros destartalados y faroles improvisados cuyas luces apenas superaban a una lámpara artesanal de kerosene.

En principio el desafío era lograr concentración en medio del ruido externo. Lo menos que pasaba era que otros bachilleres ajenos a la sección interrumpieran para saludar a los compañeros o al profesor; si no, lo gritaban desde los balcones, a 20 metros de distancia.

Dos años después el patio se puso más difícil. Otros profesores habían descubierto que tal vez era menos incómodo que las otras opciones. Entonces, no quedó más salida que ocupar el rincón una o dos horas antes de la docencia, sentándome a leer o dormitar para amortiguar el cansancio y no quedarme sin mi amada aula «virtual». Algunos estudiantes solidarios y desconocedores de mi plan a menudo nos preguntaban la causa de tanta soledad; pensaban que estaba deprimido.

El CURSA-UASD no era un encanto. Las carreras vivían desnutridas con pocos estudiantes e importantes deserciones. Con pocos profesores, incluidos de la región, que creyeran en ese proyecto sumados a un creciente sector privado que lo menospreciaba. Unos comenzaron y abandonaron; otros, no iban.

A pesar de ello, recuerdo, el director del centro Darío Genao y su equipo trabajaban como hormigas para lograr una ciudad universitaria, mientras gestionaban soluciones temporales de espacio, como el viejo Palacio de Justicia. Desprecio y boicot sufrieron a granel.

Por el espíritu emprendedor de ellos y por mi condición de provinciano y doliente del proceso CURSA, no me quedó más remedio que acompañarles en lo que podía hacer como director de noticias y locutor de Radio Mil Informando y reportajista de varios periódicos. Igual que le acompañé cuando el Presidente Fernández y el Vice Fernández Mirabal visitaron el local principal y prometieron la impresionante ciudad universitaria CURSA-UASD que desde La Barranquita hoy exhibe Santiago, a la cual, como los demás centros, le urge el rango de recinto empoderado para gestionar sus procesos con la excelencia que exige este tiempo, a favor del estudiantado pobre.

Sólo así tendrá larga y saludable vida, no habrá temores y cualquier otra brisa será un resbalón discursivo más, inducido por influyentes de la provincia o un intento electorero por flechar a los orgullosos corazones de los santiagueros que tanto aman la independencia.

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