Resistencia a la ley

Resistencia a la ley

PEDRO GIL ITURBIDES
En la víspera del aniversario de nuestra ley fundamental, bajábamos por la avenida Abraham Lincoln, y el tránsito estaba obstruido en la intersección con la 27 de Febrero. Las primeras horas de la mañana son propicias al movimiento de gente que acude a las múltiples actividades en que se desempeña.

En los carriles norte/sur de la primera de ambas avenidas marchábamos muy despacio. A mi derecha, en una reluciente yipetica, una joven hablaba, en tanto exhibía encantadora sonrisa, por un teléfono celular. Cuando el agente que regulaba el paso en ambas avenidas nos permitió cruzar, ella lo hizo, aparato a la oreja, junto a éste y otro agente que lo secundaba.

Nadie dijo nada. Porque ya nadie dice nada respecto de una ley que se introdujo a las Cámaras Legislativas porque no hay cosa del mundo que nos llame la atención que no copiemos. En realidad, figura en los anales legislativos para que las Gacetas Oficiales tengan un volumen apropiado. Nadie le hace caso, ni a ésta ni a otras leyes. Porque si bien todos los seres humanos somos refractarios a las normas de vida individual y social,

los dominicanos llegamos a extremos inconcebibles.

Mientras guiaba hacia el trabajo pensaba en mi escrito de este día. ¿La Constitución?, me pregunté. Y me contesté: el lunes habrá pasado la celebración de su día. Pero al advertir, como lo hemos visto muchas veces, en muchas calles, que es definitiva la obsolescencia de la ley que limita el uso de teléfonos celulares pese a la novedad de la disposición, me dispuse a

hablar del tema. Por supuesto, no para celebrar el cientoqueseyocuánto aniversario de la proclamación de nuestra Carta Magna. Sino para recordar que de ella nos burlamos con encantadores requiebros.

Tal vez el dominicano que mejor pintó nuestra percepción y actitud ante la ley, lo fue el general Pedro Guillermo. Otras veces les he hablado del instante en que, a principios de noviembre de 1865, se presentó en Pajarito, nombre que ostentó el sector al que llamamos Villa Duarte. Contra el mandato de José María Cabral y Luna, y tal vez con la secreta connivencia de éste, se había levantado Antonio Guzmán en Hato Mayor. Pero el jefe del levantamiento lo era Guillermo.

Comenzaba el mes de octubre. Cabral le había recibido a los españoles, en julio, la plaza de Santo Domingo. Acto seguido instaló un gobierno provisional al que denominó Protectorado. Rememoraba con ese nombre sus días en la Inglaterra de sus amores, si bien es afirmación de sus contemporáneos, que no pronunciaba Inglaterra del modo en que se escribe.

Añoraba, y lo mostró al bautizar ése breve mandato con dicho nombre, el paso de Oliverio Cromwell por la jefatura del naciente imperio británico.Su proclamación del 4 de agosto llamaba a refundar la República bajo nuevas y diferentes miras, más sanas y satisfactorias para todos. Y justo cuando el Congreso Nacional Constituyente discutía un renovado texto de la ley fundamental, llegó Guillermo. La algazara de aquellas huestes, impulsadas

por el mismo maleficio que desde antaño nos impide evolucionar

adecuadamente, se dejó sentir entre las ruinas de la casa de Ovando, en donde se reunían los constituyentes. Fue justificado

el alboroto, pues apenas concluía la lucha contra España, y se comprendía que quedasen de aquellos soldados colecticios que improvisó la guerra restauradora de la independencia.

De modo que, con paternal devoción se hizo a la ría el comité que los constituyentes decidieron que explicase lo que se hacía para refundar al Estado Dominicano. ¡Estábamos dándole nueva cara a la República, y eso había que festejarlo! Pero Pedro Guillermo no estuvo tan satisfecho al oírlos, como el Presbítero Fernando Arturo de Meriño, don Pedro A. Bobea y don Miguel Madrigal al hablarle.Cuando ellos terminaron de explicar el trabajo de la constituyente, el general Guillermo pasó su ruda mano sobre el único cañón que tenía. Les explicó que era de cureña fija el que poseían sus tropas, y que con él, el más lerdo atinaba al blanco. Y con ese sentido práctico con el que damos la espalda a la ley, afirmó tajante que la única ley que conocía, era aquél

cañón. Y acto seguido les dio plazo para concluir los trabajos, para él asumir el mando y abrir camino a Buenaventura Báez.

Fue, aquél, el momento en que el padre Meriño, que aún no había sido consagrado Obispo, pronunció su famoso discurso de que en países como el nuestro es tan fácil pasar del destierro al solio presidencial, como de éste a las barras del Senado. Pero en esto se equivocó el padre Meriño, pues con una sola excepción, no es de ello que habla la realidad nacional.

Además, como resultado de su discurso, resultó expulso horas después de que Báez tomara posesión. Y desde el ostracismo contempló cómo se resquebrajaba esta nueva versión de la ley fundamental. Tuvo vigencia hasta febrero de 1866, cuando fue proclamado un nuevo texto. Uno de los tantos que hemos

adoptado, mientras le damos la espalda junto a la mayor parte de las leyes adjetivas.

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