Responsabilidad indelegable

Responsabilidad indelegable

R. A. FONT BERNARD
Para quienes se aboquen a analizar los resultados de la consulta electoral del pasado 16 de mayo, nada extraño ha de ser que se le atribuya el triunfo del Partido de la Liberación Dominicana al trabajo proselitista del Presidente de la República, doctor Leonel Fernández, en una incuestionable confirmación de que es él, el supremo líder del partido político que preside. Y que, salvo una inesperada voltereta del azar, lo será del país, tras el colapso electoral de los llamados liderazgos tradicionales.

Detrás de él tendrán que aguardar sus aspiraciones los liderazgos en agraz, que actualmente ponen su pie en el primer peldaño de la actividad política nacional.

Ese liderazgo supone para él no sólo una obligación partidaria, sino además un compromiso con la preservación de la institucionalidad democrática de la nación. Una obligación insoslayable, en la que, como lo he expresado de manera reiterativa, está autorizado a decir que no le debe nada a nadie, y sólo a su cultura política, y a lo que el general Pedro Santana solía llamar “el aquel”. Es él, parodiando a don José Ortega y Gasset, él, y las actuales circunstancias políticas y sociales del país”.

Los resultados de la recién pasada consulta popular confirman que sin la inspiración de su máximo líder, el doctor Joaquín Balaguer, el Partido Reformista es la hoja seca desprendida de un árbol otoñal; y el PRD un barquichuelo de papel, a punto de naufragar. Cumplieron su misión, bajo la rectoría de sus lideres insustituibles, y ya pasaron a ser, materiales para la historia de la restauración democrática del país.

Consciente de esas realidades, me tomé la licencia de advertir al presidente Fernández, en torno a los acontecimientos que le dieron origen a la II República española, en 1931, con el señalamiento de que, luego de su decisivo triunfo electoral, los republicanos no supieron qué hacer con el poder, cediéndole el paso a la dictadura del general Francisco Franco.

Me halagó, como si se tratase de un asunto personal, la declaración emitida por el presidente Fernández, en la labor proselitista realizada en la ciudad de Barahona. Allí, justificó su decisión en la búsqueda de una mayoría congresional, como el instrumento que utilizará, para prohijar desde el poder, la revolución democrática en la que va a la zaga nuestro país. O sea, la revolución pacífica, que higienice todo lo que está podrido en el país, y que a la vez redima de la pobreza, al más de dos tercios de la población, que subyace bajo la línea de flotación de la justicia social. Para ello, dispondrá en lo adelante, no sólo del artículo 55 de la Constitución de la República, que le autoriza a actuar como si se tratase de un monarca constitucional, sino además, con la legitimidad que le ha concedido la mayoría ciudadana, manifestada el recién pasado 16 de mayo.

El Presidente Fernández, de quien me consta que es un erudito en el conocimiento de los grandes maestros del pensamiento político universal, deberá hacer suya la sentencia del Erasmo renacentista, conforme a la cual, “el sabio bueno y el príncipe íntegro, no son otra cosa, sino una viva encarnación de la ley. Pondrán pues, esmero, no en dar muchas leyes, sino en las mejores y más saludables para la República”. Lo que supone para él darle un giro a la tuerca, para que como el doctor Balaguer del gobierno de los doce años, aplique lo que en la ciencia física se llama “el principio del equilibrio”. El que aplicado a la sociedad, significa apoyar el cuerpo social sobre una base de sustentación sólida, y no sobre un vértice.

En el ámbito de la historia política latinoamericana se mantienen como puntos de referencia las figuras de los presidentes Yrigoyen de la Argentina, Batlle Berres del Uruguay, y Pedro Balmaceda en Chile. Los tres fueron en sus respectivos liderazgos, los auspiciadores de los profundos cambios sociales que aún perduran en sus respectivos países.

En su reciente periplo nacional, en el curso de la campaña proselitista, el presidente Fernández tuvo la oportunidad de comprobar que el pueblo llano está pidiendo cambios, y no superficiales sino profundos; que no se vuelva atrás; que no haya la posibilidad de un retorno a un pasado que habla con lengua muerta; que gobernar no sea una mascarada en sus formas pretéritas. El pueblo ya no está pidiendo otra cosa, que no sea, como hasta ahora ha sido, una falsificación de la democracia.

Al declarar, como lo declaró recientemente, que ha tenido que recurrir al oficio de prestidigitador, el presidente Fernández ha reconocido implícitamente en mi, al admirador intelectual, que le ha advertido públicamente en más de una ocasión, en torno a la soledad del poder, y a los intereses creados que se movilizan en torno a él. Le regalé, como documentación testimonial, la novela del narrador mexicano Luis Spota, titulada “El primer día”.

Tras el veredicto de la Junta Central Electoral, el presidente Fernández no puede alegar inexperiencia, cual fue la situación que confrontó en su primer período presidencial. En esta ocasión, está comprometido a ser el centinela insomne, que se ha de mantener en vigilia mientras los demás duermen, o se divierten. Está comprometido a escoger un método y aplicarlo. Y si no resulta viable, escoger otro. Pero eso sí, que se vea que está investido de la decisión, la flexibilidad y el coraje para hacerlo, ateniéndose al principio inmemoriable, de acuerdo con el cual las aguas estancadas se pudren.

Finalmente, vuelvo a tomarme la licencia de recordarle al presidente Fernández que el futuro político del país depende en mucho de su pensamiento y de su acción. Y que el término de un gobierno, es el que puedan fijarle las circunstancias al hombre que tiene en las manos el poder.

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