Con la brillante interpretación, por primera vez en el país, de la Sinfonía núm. 2 “Resurrección” de Gustav Mahler, la Orquesta Sinfónica Nacional, dirigida por el maestro José Antonio Molina, cerró su Temporada Sinfónica de este año, escribiendo una página musical histórica, que permanecerá en la memoria colectiva de los que fuimos testigos de esta noche excepcional.
Participaron en esta monumental sinfonía, la soprano Paola González, la contralto, Glenmer Pérez, y los coros: Nacional, Koribe, Arpa Evangélica, Adventista, Metropolitano, del Poder Judicial y del Programa de Formación Cantemos Más y Más.
Gustav Mahler -1860-1911-. La vida de este compositor austriaco, post-romántico, estuvo marcada por la espiritualidad; el sentimiento trágico de la vida. La muerte, como una presencia sempiterna, como referente obsesivo, es una constante en su obra, pletórica de contenidos conceptuales.
Amante de la filosofía, Mahler se hace preguntas, busca respuestas, se debate entre la duda y la certeza, la angustia y la esperanza, se plantea al componer sobre su segunda sinfonía: “Moriré para vivir” y hace suya la experiencia de esa resurrección a través de la música.
La segunda sinfonía “Resurrección”. Nace como “Totenfeier” -Rito fúnebre”- poema sinfónico inspirado en el drama “Dziady” de Adam Mickiewick, y el movimiento final de la sinfonía, en la oda “Auferstehen” –Resurrección–, del poeta alemán Friedrich Gottieben. La sinfonía en su exposición avanza, evoluciona, es un símbolo de esperanza en la resurrección, una obra monumental de gran intensidad emocional, con referentes autobiográficos; Mahler confunde conscientemente al héroe de su primera sinfonía –Titán– consigo mismo.
La segunda sinfonía coral, en cinco movimientos, es ejemplo de sonoridad masiva, típica de la orquesta postromántica de enormes proporciones, es un evento trascendente que nos lleva por un largo camino de angustia hasta el majestuoso regocijo de su final.
El concierto. El amplio escenario del Teatro Nacional, se vio colmado por una ampliada Orquesta Sinfónica, reforzada por varios instrumentistas invitados, y por un coro mixto de más de ochenta voces, al que luego se unen las solistas y el director, tras la calurosa bienvenida, inicia el concierto.
El “Allegro maestoso” es una marcha fúnebre en forma de sonata; en un fortísimo se escucha un tema muy rítmico, la cuerda cohesiona muestra todos sus registros, luego acentuado por la percusión se escuchan citas de la melodía gregoriana “dies irae” –dia de la ira– y el futuro tema de la resurrección, –el héroe se resiste en su marcha funeraria–. En este primer movimiento la dirección eficaz de Molina es solo un preámbulo de lo que sería una totalidad conmovedora. Concebido como un “lieder” el “Andante moderato” contrasta con los otros movimientos, –rememora tiempos felices de una vida apagada–, con inconfundibles reminiscencias beethonianas, es un momento de distensión, distante del drama del héroe; las cuerdas asumen el protagonismo, destacando el fraseo fluido, texturas transparentes y un pasaje de “pizzicati” de gran belleza. El director extrae todo el potencial melódico de este movimiento. Los toques de timbal introducen el tercer movimiento infernal
“In ruhig fliessender bewegung” –con un movimiento que fluye tranquilamente– es un “scherzo” basado en el lied “Des Antonius von Padua Fischpredigt” –San Antonio de Padua predicando a los peces, extraído de su ciclo “Das Knaben Wunderhorn”–. Inicia un breve motivo rítmico con enérgicas notas de timbal, fanfarrias y pasajes melódicos, finalizando con un vals en el que destacan las trompetas.
En “Ullicht” –Luz prístina–, parte vocal de la sinfonía, la contralto canta una breve y luminosa página, “Underhorn Unlicht” uno de los fragmentos más profundos de Mahler, en el que se unen la sencillez de la canción popular y la ampulosidad de la armonía romántica; el texto muestra la creencia en la vida eterna y en la vuelta hacia Dios que le dará luz.
Glenmer Pérez, en una conmovedora interpretación, muestra un caudal de voz, dulce, de hermoso timbre, con poderosos graves y la regulación precisa en cada momento.
El movimiento final “Im Tempo des Scherzos” es de carácter simbólico, es un microcosmos en el que se condensan todos los motivos anteriores. Una amplia introducción orquestal representa el caos, desde la distancia se escuchan las llamadas de las trompas y trompetas, ubicadas fuera del escenario.
La entrada del coro, elemento vital de esta sinfonía, es impresionante, sus múltiples voces se escuchan cohesionadas y con perfecta afinación, elogio merecido para aquellos que contribuyeron al ensamble de esta masa coral. La intervención de la soprano, con sus agudos, llena la atmósfera de luz, el momento está cargado de misticismo y espiritualidad; la potente y hermosa voz de Paola González sobresale por encima de la masa instrumental y coral. Las voces de las solistas se unen, expresan la necesidad de creer, “Oh cree, corazón mío, nada has de perder”… el coro entona un solemne pianissimo “No tiembles más, prepárate a vivir”.
El final es una apoteosis, la batuta precisa, vigorosa de Molina, organiza el caos y, como en un halo de luz, lo envuelve todo, propicia con vigor y precisión las diferentes atmósferas, logrando trascender la grandeza de la música de Mahler. El momento es sobrecogedor y la emoción nos embarga a todos. Los aplausos prolongados como pocas veces, son un tributo a la excelencia.