Reto para juristas e historiadores

Reto para juristas e historiadores

El pasado mes de diciembre murió quien fuera nuestro presidente veinticinco años atrás, Salvador Jorge Blanco. Su trayectoria cívica, política y académica fue mostrada a la nación detalladamente durante los días de duelo y de rituales fúnebres. Lo hicieron familiares, amigos, antiguos colaboradores y compañeros de partido.

A la vez, todos se ocuparon de reducir el dramático juicio al que fue sometido a una persecución política malévola, mentirosa y ladina diseñada por Joaquín Balaguer.

Recordemos que, por haber sido electo democráticamente, sus aciertos y sus errores son patrimonio de los dominicanos.  Darle brillo a los primeros y emborronar los segundos es distorsionar la realidad.

Enterarse de su historia constituye uno de los deberes  de la sociedad; y el empeño  de conocer la verdad cuando se trata de los responsables de sus alegrías y sus desgracias es impostergable. Quienes sirvieron a la nación y quienes se sirvieron de ella no se pueden valorar con supuestos ni con acomodos coyunturales.

Es inequívoco que el jurista-presidente sirvió a muchas causas nobles,  que formó uno de los mejores y más esperanzadores gobiernos de su época y que intentó políticas de desarrollo. Entonces, ¿por qué se quiere dejar en las brumas de un procedimiento judicial defectuoso, de la incapacidad de un juez y de la supuesta venganza política el mal manejo del erario del cual fue acusado mientras nos gobernó? Ese también fue un capítulo de su presidencia.

Cuando el capitán Dreyfus, en la Francia del siglo diecinueve, fue falsamente condenado por traición a la patria, no fueron sus amigos  los que lograron su reivindicación: un proceso minucioso de investigación y de luchas judiciales demostró su inocencia, reincorporándosele al ejército francés con ascenso  de rango. El “caso Dreyfus” es paradigmático para los estudiosos del derecho procesal.

En la última década, treinta y un presidentes latinoamericanos fueron involucrados en delitos  de corrupción. De ellos, ocho huyeron de sus países respectivos, tres cumplieron condenas de alfombra roja y el resto, veintiuno, se escabulló entre compadreos, chicanas, escollos procesales y los perdones o anulaciones de expedientes que les obsequiaron  sus  colegas o los nefastos negociadores de impunidad.

En el resto de occidente, en esos mismos diez años, apenas fueron acusados de prevaricación dos, quizás tres, ex gobernantes. Lo que entre nosotros es una costumbre, en el primer mundo es una excepción. De ahí la importancia de aquel  juicio, el primero que en nuestro país se le ha hecho  a un  presidente.

No podemos olvidar que la población se regocijó  con el proceso – sin maldad ni partidismo -, pensando que se haría realidad aquello de que “algún día ajorcan blancos”. Pero fue un fiasco, y en el telón se leyó un arbitrario “FIN”: la acusación se anuló por un gobierno amigo. ¿Tapadera o inocencia?

La duda sigue opacando las glorias del personaje, no aparecen los historiadores objetivos ni los  juristas independientes que desglosen lo sucedido y dictaminen si el expediente es falaz mamotreto o veraz  acusación.

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