Retorno del Estado interventor

Retorno del Estado interventor

Un fantasma recorre el mundo: el fantasma del retorno del Estado interventor. Nos asusta azuzado por la crisis financiera global y por la eterna presencia en nuestra América del virus del populismo. Por un lado, la crisis ha resucitado los viejos instrumentos del intervencionismo económico y el populismo le ha suministrado el discurso con sus viejos y nuevos clichés. Por otro, derrumba corporaciones y, al parecer, desmitifica dogmas hasta hace poco incuestionables.

¿A quienes beneficia este nuevo intervencionismo? Si observamos la respuesta de los gobiernos a la crisis, parece que nunca ha sido tan cierto lo advertido en el “Manifiesto Comunista”: “El ejecutivo del Estado moderno no es sino un comité de administración de los asuntos comunes del conjunto de la burguesía”. Y es que la intervención estatal ante la crisis ha significado el salvamento de los bancos cuyos principales beneficiarios han sido los que prestan y no los que toman prestado. Por eso, la pregunta ahora es, como bien señala Naomi Klein, “¿si el Estado puede intervenir para salvar corporaciones que tomaron riesgos imprudentes en los mercados de la vivienda, por qué no puede intervenir para impedir que millones de estadounidenses sufran inminentes ejecuciones hipotecarias?”. Más aún, “si cada vez más corporaciones necesitan fondos públicos para permanecer a flote ¿por qué no pueden los contribuyentes exigir a cambio cosas como topes a la paga de ejecutivos, y una garantía contra más pérdidas de puestos de trabajo?”.

La cuestión, en consecuencia, no radica en si debe haber o no intervención estatal. Como bien afirma Slavoj Zizek, “no existe algo así como un mercado neutro; en cada situación particular, las coordenadas de la interacción mercantil están siempre reguladas por decisiones políticas. El verdadero dilema no es aquel de saber si el Estado debe o no intervenir, sino bajo qué forma debe de hacerlo.” Por ello James K. Galbraith recomienda alivio integral para los deudores hipotecarios, apoyo presupuestario a los proyectos de infraestructura, aumento de los beneficios y de la universalidad de la seguridad social, programas de activación de empleos, vacaciones en el pago de impuestos en nómina para los asalariados, reventa de los bancos al sector privado, y aumento de la deuda pública para el fomento del empleo, la reconstrucción de las infraestructuras, la seguridad energética y el medio ambiente. La tesis de este economista es que “lo que se requiere es una cuidadosa y sostenida planeación, políticas consistentes y el reconocimiento de que ahora no existen soluciones fáciles, no hay un camino fácil a la normalidad”.

¿Significa todo esto el abandono de la economía de mercado? No. Significa ante todo el reconocimiento de que la economía es política, que puede ser regulada y que debe ser una economía social de mercado. ¿Implica lo que vivimos el retorno al viejo Estado interventor? Obviamente que no porque nadie quiere clientelismo, rentismo e ineficiencia. Si el modelo neoliberal nos condujo a la desregulación, la crisis no hace más que validar la necesidad de un Estado regulador, que armoniza la necesidad de asegurar un mercado que funcione sin distorsiones con los requerimientos de justicia social del Estado Social y Democrático de Derecho.

La regulación, en consecuencia, es el instrumento para llevar el capitalismo a su propia legalidad y de concordar los intereses del mercado con los de la sociedad. 

¿Y qué del populismo, con su liderazgo personalizado, su política como espectáculo, su supresión de la autonomía social, su legitimación plebiscitaria y su mitología política (nación, pueblo, líder, movimiento, orden)? La crisis es su mejor oportunidad para renacer por la derecha y por la izquierda. De ahí que ante el populismo lo mejor es hacerle caso a Zizek y “esforzarnos entonces por resistir a la tentación populista de dar expresión a nuestra cólera y darnos de golpes”. Por demás, admitamos o no el supuesto fin de la historia, la única fórmula política verdaderamente pragmática y la única utopía concreta y posible sigue siendo conciliar los mercados libres con la justicia social en una economía social de mercado, democratizar la sociedad, los partidos y el Estado, y garantizar efectivamente los derechos individuales y sociales de todos a través de los instrumentos del Estado Social y Democrático de Derecho.

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