Retrato hablado de Salomé Ureña

Retrato hablado de Salomé Ureña

En la mañana parece otra mujer, cuando el pelo todavía no está recogido en un rodete y la cabellera oscura, frondosa y crespa, con algunas hebras de plata, cae hasta morir, apacible, sobre la línea invisible que divide el cuello de sus hombros.

El rostro de mamá tiene una forma muy peculiar. La frente serena, la mirada ocre y distante. Entre sus pestañas no hay destellos, las pupilas apagadas mantienen la expresión fija en un punto de la lejanía y sus ojos miran sin magia, sin vitalidad, de manera confusa, con un vago enmohecimiento humano, como cuando el corazón está arrasado por la angustia.

En realidad son ojos singulares, de color café, con una expresión noble y neutra, impenetrable, que no permite adivinar ninguna emoción, ningún estado. En esa mirada hay toda una vida desinflada de pasiones. Está revestida de un aire distante. No hay indicios de perturbación, de desasosiego, de alteración alguna. Hay, sí, un sentimiento rebanado en miles de pensamientos revueltos, en ebullición, que la animan.

No sé cómo explicar el deleite que siento cuando la miro ante el espejo; la miro y concentro toda mi atención en su boca, reflejada, inmóvil, callada. Una forma de M dormida, elástica y glacial, debajo de la nariz, tiene el surco superior; y en vez de florecer, los labios están oprimidos, en un gesto leve, frágil y misterioso.

La expresión de ella, en este momento, copia la foto que cuelga en la pared de la sala, donde luce un crucifijo en el pecho; sus labios se esfuerzan para esbozar una sonrisa, tal vez impedida por el dolor más reciente, con su alma saturada de recuerdos fríos. Eso hace que en vez de una sonrisa, el rostro, todo, se exprese en una dulce y apacible tristeza.  Hay días que una sonrisa le sentaría bien a su rostro moreno, de pómulos angulosos, en armonía con sus cejas, finas y ligeramente arqueadas. Aportaría luz, gotas de juventud a su expresión. Sí, días como hoy, son propicios. La sonrisa, debatiéndose, está ahí y no sale, en vuelo libre, agitando sus alas.  Alisa su pelo, sentada ante el tocador. El espejo le devuelve la imagen; y también el movimiento suave y continuo de las manos, hacia atrás, para llevar a su lugar cualquier mechón rebelde, indómito, al paso del peine.

No se trata de un ritual; y sin embargo, es algo que forma parte de su vida. Lo hace todos los días, pero cada día, cuando lo hace, tiene su encanto particular. El pelo recogido en rodete, con los zarcillos en forma de gota de agua, le dan al rostro reflejado un aire de solemnidad.

Mi madre vuelve la cabeza bruscamente hacia mí. Me mira; y mira que la miro de una manera muy particular. El pelo, apretado a la sien, acentúa el toque de gracia señorial.  “Max, mi pequeño Maximiliano Adolfo, ¿por qué estás tan callado?” No dijo más nada; y se desentendió de mí, siguió en su mundo.

 Está vestida, se ve grave y soberbia con el conjunto gris marengo de diario, que usa para el trabajo. El vestido, con mangas largas y labor de encaje en el cuello y el corpiño, acentúan de manera sutil el cultivo de su personalidad, su condición. En esencia era un derroche de sobriedad, elegancia y esplendor, que trajo a mi madre de vuelta, a la poetisa, a la maestra Salomé Ureña de Henríquez. Ahora estaba lista para salir de su habitación, con la cabeza altiva y digna, la mirada turbia y melancólica, dispuesta a enfrentar la vida y los avatares del invisible día que viene a su encuentro.

No hubo una segunda vez, jamás volví a mirarla como lo hice aquel día.

El tiempo que me tomé esa mañana, observándola, bebiéndome cada gesto con detenimiento, fue suficiente para aprenderme su rostro de sonrisa reprimida y recordar la mirada apacible, cada lunar, y el conjunto de todos los detalles que lo justifican en la armonía de su reluciente y particular hermosura.

Amo a mamá; y su rostro, como un retrato grabado a fuego en mi cerebro, permanecerá en mí, en batalla contra el olvido, aún se hagan borrosos los recuerdos que conserven de ella Fran, Pedro y Camila; lucharé para que no desaparezca, lucharé con la fuerza reveladora e inalterable, con la resistencia y el agarre vital que traen consigo los recuerdos imperecederos. 

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