FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
La República Dominicana sufre en la actualidad tres grandes dependencias: la dependencia económica de los Estados Unidos, país que compra el 85% de nuestra producción; la dependencia petrolera de Venezuela, nación que nos concede créditos especiales para adquirir los combustibles; y la dependencia laboral de la mano de obra haitiana. La acción conjugada de estas tres dependencias es un peso terrible para el futuro político y económico de los dominicanos. Nuestros empresarios «dependen» de la mano de obra extranjera. Los cultivos de tomate, azúcar, cacao, café, tabaco, arroz, emplean masivamente mano de obra haitiana. Lo mismo puede decirse de la industria de la construcción. Cuando pase lo que llamaremos «el susto del presidente Leonel Fernández en Haití»; y cuando se apaguen las reacciones emotivas que ahora vemos por todas partes, volverá a surgir el eterno problema: ¿Quién hará el trabajo? Ese problema, tan antiguo como el hombre, está debidamente ilustrado en la Biblia, capitulo I de Éxodo, versículos del 9 al 22. Los judíos esclavizados en Egipto se multiplicaban de manera tan rápida, que su número empezó a amenazar el control político de los egipcios. Los gobernantes egipcios llegaron a temer que los judíos pudieran aliarse con sus enemigos externos. El faraón permitió a Moisés salir de Egipto a la cabeza del pueblo judío. Pero se arrepintió: oscilaba entre la desconfianza política y la necesidad laboral. ¿Quiénes fabricarían los ladrillos, sembrarían los granos y cortarían las piedras?
Los economistas no se cansan de repetir que los factores de la producción económica son dos: capital y trabajo. El capital fijo: máquinas y materias primas, lo suministra el inversionista; el trabajo que transforma las materias primas en productos terminados, lo realiza el obrero. Desde hace algún tiempo los economistas han estado mencionando un nuevo «factor» de la producción económica: la tecnología. Es obvio que la máquina de vapor, la electricidad, la automatización, la cibernética y la electrónica, han modificado profundamente los métodos de producción, el rendimiento del capital, el régimen de trabajo de los obreros. La esclavitud fue abolida en los Estados Unidos en 1862 por Abraham Lincoln, decimosexto presidente de la República, autor del famoso discurso de Gettysburg que delineó el concepto clásico de la democracia contemporánea. Entre 1776 y 1862 pasaron 85 años. Nada teórico hay en los documentos de la independencia de los Estados Unidos que nos haga pensar que la esclavitud tenga alguna justificación filosófica, religiosa o antropológica. Sin embargo, Jefferson la llamaba «institución peculiar», esto es, fuera de toda norma o previsión. Reelegido en 1864 para un segundo período, Lincoln murió asesinado en 1865. Él había desarticulado el viejo mundo de la mano de obra. Los esclavistas no lo perdonaron.
Thomas Jefferson fue el redactor de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos en 1776; se tiene por una verdad que Benjamín Franklin corrigió únicamente dos palabras al texto de Jefferson. Este prócer, Padre Fundador de la Unión Americana, gobernó el territorio de Virginia durante tres años; llegó a ser el tercer presidente de la nueva República Federal; mantuvo el poder por dos períodos; se negó a ser postulado para un tercero; asumió la responsabilidad de comprar a Napoleón la Lousiana. La soberanía de los EUA sobre esas tierras dio oportunidad a la naciente unión de convertirse en un enorme Estado que se extendió desde el Océano Atlántico hasta el Pacífico. La decisión de Jefferson suscitó las críticas de los federalistas, quienes pretendían estudiar el tema «despaciosamente». En aquella época el «tesoro norteamericano» no disponía de grandes recursos monetarios; y los economistas no estaban seguros de que comprar tierras fuera necesidad prioritaria en un país donde sobraban campos vírgenes, bosques sin roturar. Jefferson aprovechó una debilidad de Napoleón: al parecer el emperador de los franceses quiso «desentenderse» de América y concentrar sus ambiciones en Europa. Es probable que la derrota en Haití de su cuñado, el general Leclerc, le persuadiera de la conveniencia de no gastar tiempo, dinero y tropas en América. La muerte del marido de Paulina Bonaparte ocurrió en 1802; la venta de la Lousiana se formalizó en 1803. Un «pequeño» fracaso en una isla de las Antillas precipitó una operación continental de proporciones y consecuencias extraordinarias.
La cosechadora mecánica, la desmontadora de algodón y otros instrumentos de mecanización del trabajo agrícola, contribuyeron a la abolición de la esclavitud. Jefferson creció en la esclavitud y vivió entre esclavos, lo mismo que George Washington. Pero sus «actitudes personales» frente a la esclavitud son menos importantes que la «presión social» por la mano de obra y la producción agrícola. La abolición de la esclavitud fue tanto un conflicto social y político como una «superación tecnológica». El gran libertador Simón Bolívar no se atrevió a abolir la esclavitud, según lo prometió a Petion en 1816. Al convertirse Bolívar en Presidente de la Gran Colombia, en 1821, promulgó un decreto en el que concedía la libertad «a los hijos de los esclavos». Entonces no se disponía de las técnicas y máquinas que permitieran cambiar, sin sacudimientos traumáticos, un orden social injusto. Los grandes cambios de la historia humana han sido, a la vez, cambios en las actitudes mentales y en los instrumentos técnicos. Los empresarios dominicanos tendrán que invertir en la tecnificación del trabajo y prescindir de mano de obra barata o cuasi esclava. La estabilidad social del país y su propia seguridad están en juego.