Revolución democrática e institucional (2 de 2)

Revolución democrática e institucional (2 de 2)

MELVIN MATTEWS
Históricamente hay dos escuelas de pensamiento en cuanto a la naturaleza de la representación: la del mandato vinculante, según la cual el representante, una vez electo, está obligado a comportarse en el cuerpo legislativo conforme a los compromisos establecidos con el electorado que le ha otorgado el triunfo, y la que establece que el  legislador no está obligado más que por su propio juicio, al margen de las razones e intereses de los electores que le votaron.

La primera corriente es de filiación anglosajona, y se puso de manifiesto con el apogeo del Parlamento inglés en la segunda mitad del siglo XVIII. El conocido “Discurso a  los electores de Bristol”, de Edmund Burke, pronunciado el 3  de noviembre de 1774, ilustra a contrapelo la filiación de este principio, cuando este famoso parlamentario trató de  rebatir, con poco éxito por cierto, la idea del mandato  vinculante.

La segunda corriente es de firme prosapia francesa y encuentra su origen en los escritos de Emmanuel J. Sieyès  (1983),  sobre todo en aquellas partes en que  este intelectual político propone la reforma de los Estados Generales de Francia y pregona, frente al dominio en ellos de la nobleza y el clero, representaciones estamentales de  tradición medieval, la importancia del Tercer Estado (los  burgueses) y los identifica con la nación. El principio  está implícito: los legisladores, no están vinculados a la  defensa de intereses particulares, puesto que representan a la nación como un todo.

Así, el siglo XVIII legó a la posteridad dos formas de representación. El modelo inglés, que curiosamente sembró  sus mejores raíces en el Congreso estadounidense, en el cual el mandato vinculante evoluciona al extremo de hacerlo  casi la razón de ser de esa institución representativa y  donde  en  la  actualidad existe  para  su  adecuado funcionamiento el cabildeo constante de los más diversos intereses. Y la modalidad francesa, que desvincula al  legislador de los intereses particulares que pueden haber  contribuido a su elección y le asigna la representación de un interés superior, el de la nación, el de la voluntad general.

Dentro de esta última corriente, la circunscripción o distrito en el cual se elige al legislador es apenas una necesidad impuesta por la lógica de la elección y la fatalidad de la geografía, y no un territorio con derechos propios en el contexto nacional, cuyos intereses tengan que ser patrocinados y defendidos por el representante.

No obstante, conviene aclarar que ningún Congreso o Parlamento puede ubicarse en los extremos, como expresiones de las dos formas puras de la representación. De hecho, todas las asambleas legislativas se ubican en puntos intermedios  de un continuum; algunas, como  la  estadounidense, más cargadas hacia la procuración y otras, como buena parte de las europeas y latinoamericanas más inclinadas hacia la voluntad general. Sin embargo, en todos  aquellos  países que permiten la reelección  de  los congresistas se ha impuesto, en mayor o menor medida, un criterio  político  práctico:  la  necesidad  de  los legisladores de cultivar a los electores  mediante la  gestión y procuración de bienes públicos en su beneficio, con la esperanza de volver a ser elegidos.

La revolución democrática se convertirá en puras pamplinas, sin haber definido previamente qué tipo de representación prevalecerá en el Congreso del PLD.

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