Rico o muerto

Rico o muerto

ROSARIO ESPINAL
Era comienzo de los años ochenta, la calle Cuba esquina Vicente Estrella. Los Pepines, Santiago. Mi abuela materna imploraba a un grupo de jóvenes allí congregados: no se metan en líos, trabajen, no roben; si no, terminarán muertos o en la cárcel. No recuerdo por qué surgió la conversación.

Mi abuela no era mujer de dar consejos en la calle; era reservada, observadora y de contextura frágil. Eso sí, capaz de influir y disuadir cuando se lo proponía. Quizás por eso estábamos ahí: ella hablaba, yo escuchaba.

El consejo me parecía importante, su ancianidad le daba especial autoridad a sus palabras; pero yo seguía sin entender por qué, de repente, mi abuela se había convertido en consejera voluntaria del barrio.

Entre risas y respuestas un tanto burlescas, un joven, quizás para concluir con la retahíla de admoniciones, dijo con firmeza: mire doña, yo prefiero vivir menos tiempo con dinero que muchos años en la pobreza.

Nunca olvidé la expresión. A veces me asalta el recuerdo de aquella conversación, y, en cada ocasión, me produce las mismas interrogantes.

He intentado comprender los motivos, la situación de vida que impulsa a delinquir, las causas y derivaciones. A fin de cuentas, soy socióloga. Pero confieso que la expresión me dejó perpleja y no por falta de información.

Sofisticados estudios sociológicos muestran un largo listado de factores, todos importantes, de por qué y en quién se produce la tentación criminal. No obstante, ante los crímenes, resulta siempre difícil imputar responsabilidad a una causa.

Rupturas familiares, deserción escolar, desempleo, bajos salarios, la cultura consumista, la televisión, la fragilidad de los valores humanos, la proliferación de bandas, el consumo y venta de drogas, el porte ilegal de armas, la opresión de género, la corrupción e ineficiencia policial y judicial, los políticos irresponsables, entre otros, son factores que influyen en el auge de la delincuencia.

Actualmente, ser joven en un barrio pobre dominicano es tener un pasaporte vigente para la calamidad.

El país no crea suficientes fuentes de empleo para la población que tiene. La mayoría de los trabajos son de bajos salarios y no permiten satisfacer las necesidades y expectativas de la sociedad actual. El sistema educativo no prepara bien ni garantiza progreso, por eso, la deserción escolar es alta.   

Los efectos negativos de los ciclos de inflación y recesión no se remedian con los altos índices de crecimiento que después de cada hecatombe económica reportan las estadísticas oficiales. La riqueza está muy concentrada y no hay en perspectivas políticas fiscales y sociales que ayuden a reorientar la distribución del ingreso. Los ricos son cada vez más ricos y explotan con voracidad. La clase media, en vez de consolidarse, empeora su condición social. Los pobres ni se asoman al umbral de un básico bienestar, mientras los más jóvenes se resisten a ser indigentes cuando ven otros disfrutar de prosperidad.

La desigualdad de oportunidades no es desconocida en los barrios populares. Los jóvenes se foguean en calles infectadas de drogas, juegos de azar y prostitución, donde la economía de la criminalidad, esa que no registra el Banco Central ni el Mundial, crea nuevas formas de relación social basadas en el chantaje, el abuso y hasta el crimen más abominable.

Cuando robar se convierte en la ocupación de una persona, sea rica o pobre, las víctimas y el objeto de robo son simples medios para el victimario lograr su objetivo. Se ejecuta sin miramientos el trabajo que supuestamente llevará a ser rico, a riesgo de quedar muerto o en la cárcel.

Identificar las causas de la delincuencia es importante en los esfuerzos por prevenir futuros crímenes, pero cuando nos encontramos ante los hechos criminales, las explicaciones resultan insulsas e insuficientes. El dolor y la angustia invaden la gente.

Cuando una sociedad se convierte en rehén de la criminalidad, el miedo se amplifica y muchas explicaciones se invalidan o irritan porque, ante el pánico y la ira, la gente busca soluciones más que razones. Por eso, la pena de muerte y la cadena perpetua se convierten con frecuencia en símbolos de soluciones, aunque se sepa, que poco aportan al control de la delincuencia.

La rapidez con que la Policía capturó a los presuntos responsables del homicidio de Vanessa demuestra que es posible enfrentar la delincuencia; que el Gobierno puede cuando quiere. Ha quedado demostrado que la ineficacia policial no proviene tanto de  deficiencias técnicas o legales para captar delincuentes, sino de su vieja complacencia.

Como escribí en un artículo publicado el pasado 22 de marzo, el emporio criminal dominicano sólo comenzará a desarticularse cuando las autoridades civiles, policiales y judiciales a cargo de la seguridad ciudadana abandonen el negocio delincuencial del que han sido accionistas importantes. Es lo menos que debe hacer el Estado Dominicano ante tantas víctimas inocentes.

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