Rigurosamente histórico

Rigurosamente histórico

ALFREDO RUBIO DE CASTARIENAS
Era una anciana que pedía limosna. Aunque hiciera calor, ella sentía frío. Empezaba el otoño y bien sabía, por experiencia, cuánto se le agarrotarían las manos en el invierno. Casi no las podría mover. Había visto y revisto en el escaparate de una tienda guantes de lana, gordos, de diversos colores. Un día, venció sus reparos y se atrevió a entrar en ella, a pesar de su vestimenta vieja, un tanto andrajosa y suponía que maloliente, aunque ella no lo percibiera.

En efecto, su presencia causó un gesto de extrañeza en la dependienta que frunció el entrecejo.

La viejecita, con la voz más amable que pudo, dijo:

– Señorita, en invierno tengo un frío terrible en las manos. Desearía comprar unos guantes de lana. Trato de ahorrar para poderlo hacer. Pero como tengo también otras necesidades -comprarme pan, un poco de queso, alguna fruta- me gasto el dinero. Yo volvería aquí lo más frecuentemente posible y le daría a usted lo que fuera ahorrando y usted me lo guardaría, y así, cuando tuviéramos la cantidad, usted me daría los guantes.

La dependienta no sabía qué responder. La viejecita, sin más, depositó 15 pesos sobre el mostrador, y sonriendo, como excusándose, se marchó.

Volvió casi cada día y dejaba otras 5 ó 10 pesos (nunca menos de 5 ni más de 10); era todo lo que podía «ahorrar».

El invierno llegó y aún faltaba bastante para la cantidad que las grandes etiquetas mostraban enganchadas en los guantes.

La viejecita dijo a la dependienta:

– Hace mucho frío, ¿podría, señorita, darme ya uno de los guantes, el de la mano derecha, el de color negro? Yo le seguiría trayendo dinero y cuando acabe de pagarlos ya me llevaré el otro. La mano izquierda, entretanto, la esconderé en el vestido, pero la derecha…

La dependienta quedó aún más perpleja. Le dijo que tenía que consultar al dueño. Este dijo que eso no podía hacerse, pues había el peligro de que quedara desaparejado ese par… ¡y quien sabe si la vieja volvería a la tienda al tener ya un guante!

La dependienta no se atrevió a decir esto a la viejecita; le daría el guante que pedía y ya se responsabilizaría ella misma del resto del importe si la viejecita no cumplía su palabra. La viejecita se marchó ya semienguantada, y muy agradecida.

Y siguió apareciendo con frecuencia e iba aportando poco a poco lo que aún le faltaba para el guante izquierdo, y poder así tener las dos manos calentitas, pues iba arreciando cada vez más el invierno y no siempre podía tener su mano izquierda escondida entre los pliegues.

El dueño de la tienda, desde su despacho interior, preguntaba a veces:

– Que, ¿sigue viniendo la viejecita con sus «ahorros»?
– Sí, si señor.

Y el dueño contraía la cara, con una cierta preocupación.

Cuando sólo faltaban otros 15 pesos -como aquellos que con esfuerzo dio al principio-, pasaron algunos días y la viejecita no venía.

El dueño, remordiéndole le conciencia -no sabía bien por qué-, había determinado dar los guantes a la viejecita -los dos, pues no sabía que ya tenía uno- y regalarle como premio a su constancia y honradez 500 pesos. Bueno… 1000.

Había hablando del curioso caso a su esposa, y ésta, conmovida, dijo que habría que hacer algo por esa viejecita, buscarle un sitio en algún asilo…saber si tenía familiares…

Unos días después, entró un joven en la tienda.

– Uf, he tenido que buscarles en el directorio telefónico.
– ¿Qué desea?
– Soy empleado del Hospital. Hace unos días trajeron a una vieja aterida de frío… murió poco después. Al registrar sus ropas encontramos algunas monedas, y un papel garrapateado que decía -como puede usted ver-: «Entreguen, por favor, a la tienda «Castor» 15 pesos». No supimos de qué podía tratarse, pero aquí tienen el papel y los 15 pesos.

Vio cómo la dependienta trataba de ocultar sus lágrimas. El joven se fue sin entender nada. La dependencia abrió un cajón y cogió el guante de la mano izquierda y se lo llevó al corazón, luego lo besó… y lo guardó en su bolso. Por nada se habría desprendido de ese recuerdo.

Dejó pasar unos minutos y, dominándose, entró en el despacho, y tratando de ser natural dijo al dueño:

– Había olvidado decírselo. La viejecita ya vino, pagó lo que faltaba y le dí los guantes.
– ¿Cómo no me llamó? Le dije que quería verla…
– Había unos clientes en aquel momento y se me pasó…
– Si vuelve o averigua usted dónde pide limosna, dígamelo.

Dudó un momento, pero se decidió a seguir:

– Es que…
– ¿Qué?
– Ahora un joven, que se ve que la conocía, me ha dicho que murió en el hospital, donde la llevaron congelada de frío, ya sin remedio…

El dueño contrajo la cara como si sintiera el dolor de una puñalada en sus entrañas. La dependienta salió rápida y disimuladamente estrujó de nuevo su bolso -estuche ya de un tesoro- sobre su pecho.

En el interior del despacho, derrumbados sus brazos y su cabeza sobre la mesa tan llena de papeles con números y más números, el dueño empezó a llorar… como no había llorado en toda su vida.

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