Roast-beef  
El mejor invento inglés

Roast-beef   <BR><STRONG>El mejor invento inglés</STRONG>

POR CAIUS APICIUS
MADRID (EFE).-
Seguramente la cocina occidental con peor prensa, con menos prestigio, es la inglesa; abundan los chistes sobre lo mal que se come en Inglaterra y, aunque todo es relativo, es verdad que la cocina inglesa de hoy no es muy emocionante; pero no siempre fue así.

Dejando aparte que en Inglaterra hay lugares donde se puede comer muy bien –¿dónde no los hay?–, es verdad que la mención de algunas de las especialidades más tópicas, como el ‘fish and chips’, el pastel de carne y riñones o el abuso de la salsa de menta que tanto desesperaba a Obélix en “Astérix en Bretaña” no parecen lo más apropiado para abrir el apetito.

Pero hay una especialidad, un invento inglés, cuya sola mención provoca el deseo gastronómico: el roast-beef. Buey asado, hablando literalmente. El roast-beef es el más noble final al que puede aspirar un buen lomo de buey, especialmente si el buey es británico, de la raza Aberdeen Angus, por ejemplo.

A los ingleses les ha gustado siempre la carne. De buey, a poder ser; recuerden que todavía hoy a los arcaicos guardianes de la Torre de Londres se les llama ‘beef-eaters’, o sea, comedores de buey. La Inglaterra del XVI, la de Enrique VIII, era un país tremendamente carnívoro. No es extraño: siempre gozaron de carnes de enorme calidad. Cuestión de clima, de pastos… y de gusto.

Porque fueron ingleses quienes emprendieron un proceso de cruces para mejorar el rendimiento cárnico de su ganado vacuno. A eso, hoy, le llamaríamos ‘manipulación genética’ y a su resultado, tal vez, ‘transgénico’. Entonces no fueron ésos los problemas; si acaso, las fuertes críticas de algunos miembros de la muy puritana iglesia anglicana, que acusaban a los criadores de fomentar el incesto, al cruzar vacas con sus propios terneros.

Pero, dejando aparte al ‘sirloin’, así llamado desde que el citado Enrique, emocionado ante el tamaño y aspecto de un cuarto trasero de buey que le habían servido, requirió su espadín y, tocándolo con él, le proclamó ‘sir’, la mayor aportación inglesa a la gastronomía es… el roast-beef.

Un roast-beef bien hecho es, para empezar, un espectáculo visual, con esa gradación de colores que va del tostado de su superficie al rojo sanguíneo, o casi, de su corazón. Hay que saber cortarlo, en lonchas ni demasiado gruesas ni excesivamente finas. Su mejor salsa, su propio jugo. El problema es que, para acompañarlo, los ingleses siguen apelando a ese mazacote llamado ‘Yorkshire pudding’, que nosotros solemos sustituir por un buen puré de papas.

Para hacer un buen roast-beef hay que proceder con un trozo de lomo de tamaño apreciable; pongamos un par de kilos. Naturalmente, en una casa normal sobrará. Y ésa es otra de sus grandezas; porque un roast-beef recién hecho, caliente, es una delicia; pero la segunda vuelta, frío… es una maravilla.

A mí me encanta cortarlo en lonchas, ahora sí más finas que gruesas. Junto al plato, una batería de mostazas: una, imprescindible, la de Dijon a la antigua; otra, inglesa; alguna más, aromatizada con alguna hierba… En el plato, junto a la carne, cebollitas y pepinillos en vinagre. Es la mejor versión de carne fría del planeta.

Que pide su propia bebida: para mí, no hay nada para el roast-beef frío como una buena ‘stout’. Para la versión caliente, un gran tinto, sin duda alguna; pero, en frío… una de esas maravillosas cervezas negras, con cuerpo, con grado. Una ‘Guinness’, por ejemplo, que encima es irlandesa. Pero, ante un roast-beef, en primera o segunda vuelta… casi me pongo a cantar lo de ‘Rules Britannia’.

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