Era el más gracioso del mundo. Su humor sano y chispeante arrancaba carcajadas limpias. Tenía una mente prodigiosa y disruptiva. Era unos de los actores más solidarios.
Colaboraba no solo con dinero, sino también con su escaso tiempo. Su compromiso con los demás podía resultar conmovedor.
Era, también, el más sensible y vulnerable de los hombres. Cometía errores, desataba amores y combatía angustias con excesos de drogas y alcohol que atentaban contra su salud.
Robin Williams vivía en algún lugar entre el cielo y el infierno. Rodeado de sus ángeles y de sus demonios.
Tanto que el 11 de agosto de 2014, frente a su evidente deterioro cerebral, tomó la decisión de fugarse de la vida. De morir para no ver cómo moría. De esto se cumplen hoy ocho años.
Los días felices
Su padre, Robert Williams, era un alto ejecutivo en la industria automotriz y su madre, Laurie Williams, era modelo. Robin, que nació el 21 de julio de 1951 en la ciudad de Chicago, tenía dos hermanos varones más: Robert Todd y McLaurin Smith.
Los tres crecieron en una familia sin problemas económicos ni grandes conflictos. Durante su adolescencia Robin no demostró interés en la actuación, más bien se inclinaba por el deporte. En 1967 la familia se mudó a Marina County, California.
Fue allí donde se despertó su vocación teatral. Dejó de estudiar ciencias políticas e ingresó en la prestigiosa academia de interpretación Juilliard School de Nueva York, donde se hizo amigo de Christopher Reeve, quien con el tiempo sería otro actor de renombre.
Cuando regresó a California, Robin se instaló en San Francisco. Estaba decidido a convertirse en comediante. Quería provocar risas, muchas risas.
Los primeros pasos los dio como artista callejero y en clubes nocturnos. En 1978 se presentó a un casting para un pequeño papel en la serie Happy Days (Días felices) para hacer de alien.
Cuando los productores le pidieron que tomara asiento, Robin fue ingenioso: se sentó al revés, se arrodilló y apoyó la frente en su silla.
La maniobra resultó tan graciosa que le dieron el papel. Acababa de sembrar su futuro para la serie televisiva Mork & Mindy.
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Cuando lo llamaron para hacer ese protagónico y le dijeron lo que ganaría no lo creyó: le iban a pagar casi 15 mil dólares semanales. ¡Nunca en su vida había ganado tanto dinero!
El extraterrestre Mork arrasó. Se volvió un fenómeno. La improvisación era una de las características más valoradas de Robin.
El éxito lo asaltó y él no estaba realmente preparado. Trabajaba sin parar, grababa y seguía haciendo sus presentaciones unipersonales. Agotado, para bancar el estrés, comenzó a consumir cocaína.
Cuando tiempo después habló en público de sus adicciones llegó a relatar que algunos clubes nocturnos, por esos años, le pagaban con cocaína.
Él aseguró que se la ofrecían, además, porque “era famoso”. El alcohol fue otra de las herramientas a las que recurrió para enfrentar la vida y sus efluvios lo atraparon.
Nada de todo esto sería inocuo para el sensible Robin.
Algo no anda bien
Los primeros síntomas de que algo no andaba bien en la cabeza de Robin sucedieron en el año 2012. Empezó a experimentar un miedo inexplicable y una ansiedad extrema. Temía estar volviéndose loco. Le temblaban las manos.
Lo que le pasaba perturbaba seriamente su trabajo actoral. Como consecuencia, se deprimió. Se sentía sumamente inseguro, ya no podía disfrutar de lo que hacía. No sabía contra qué luchaba, pero sentía que era algo serio.
Una noche, mientras grababan Noche en el museo: el secreto del faraón, tuvo un súbito ataque de pánico. Los médicos no eran claros, no sabían. Les consultaba: “¿Tengo Alzhéimer, tengo demencia, ¿esquizofrenia?…”. Le diagnosticaron Parkinson. Pero a él no le cerraba que esa enfermedad le produjera tantas cosas diferentes.
Los últimos meses de su vida los vivió torturado. Tenía solamente 63 años, pero por momentos le costaba recordar dos líneas de un texto o comprender la realidad que lo rodeaba, sufría alucinaciones, no podía dormir y surfeaba una inquietud infinita. Le repetía a su mujer que sentía la necesidad de “reiniciar su cerebro”.
Con Susan transitaron dolorosamente juntos esos meses en los que parecía que un monstruo se estaba apoderando de su otrora gloriosa mente.
Diagnóstico post mortem
Por su insomnio galopante, con Susan dormían en habitaciones separadas. La noche en que dejó la vida, Robin Williams se levantó mientras su esposa dormía y se concentró en su objetivo. Anudó su cinturón en la parte superior de un armario y se lo colocó al cuello.
Simplemente se dejó caer y murió ahorcado. Habían pasado seis meses desde que habían comenzado los síntomas más severos de la enfermedad.
La mañana del 11 de agosto de 2014 Susan se levantó como siempre, pensando que harían meditación juntos, pero vio la puerta de su marido cerrada y presumió que estaría durmiendo.
Le pareció una buena señal que él lograra descansar. Se fue a trabajar después de que llegara el asistente de Robin a quien le pidió que le avisara apenas su marido se levantara.
Un rato después el asistente la llamó: le dijo que Robin seguía durmiendo. Susan se alarmó, no era normal. Le dijo que entrara a despertarlo inmediatamente.
Cuando esa persona ingresó a la habitación de Robin, lo encontró suspendido en el aire. Ya no respiraba. El gran Robin Williams que tanto nos hacía emocionar, se había suicidado.
Sus cenizas fueron regadas sobre el Océano Pacífico en la bahía de la ciudad de San Francisco.
Acto seguido a la noticia de su muerte, los medios empezaron a revolear probables causas para semejante decisión: que había sido por problemas económicos, que era el resultado de sus abusos de sustancias, que le habían diagnosticado bipolaridad…
Nada era cierto.
El 7 de noviembre de 2014, la muerte del actor fue oficialmente declarada como suicidio a causa de “asfixia por ahorcamiento”.
En su cuerpo los peritos no encontraron alcohol ni drogas, solamente había angustia, pero eso es algo que no queda asentado en ningún lado.