Luis Castillo y Robinson Canó representan dos estilos diferentes de jugadores de la segunda base, la intermedia o camareros como eran bautizados en una época en la que yo comenzaba a bregar con las libretas de béisbol y al mismo tiempo con los libros escolares de primera enseñanza.

De Castillo lo que atraía era, en el aspecto ofensivo, su capacidad para hacer contacto con la pelota y lo que intimidaba como corredor de bases. Un bateador para todos los ángulos del terreno, Luis clasificaba como una regadera de hits sencillos que no era amenaza de batazos profundos.

En la defensa del segundo saco, la virtud que más le adornó fue su facilidad para mover los pies alrededor de la almohadilla al pivotar hacia la inicial y la facilidad para deshacerse de la pelota al momento de saltar para evitar al corredor en el deslizamiento.

Dotado de un gran alcance para ambos lados, sus manos de seda le permitieron ganar tres galardones como defensor brillante en la posición número cuatro.

Cuando se toca el tema de Canó, lo primero que llega a la mente es su talento para batear que llega a opacar sus cualidades para la defensa. Uno de los más finos y a la vez potentes bateadores que ha visto emerger el béisbol de las Grandes Ligas en el último decenio, Canó ya tiene que ser considerado como uno de los jugadores más importantes de ambas ligas.

Las cosas salen tan naturales cuando está en el plato o cuando recoge una bola en el abanico o la grama exterior del lado derecho del diamante, que luce empeñarse con dedicación y esfuerzo. El talento de Canó es extravagante. La velocidad que le podría faltar la compensa con el poder de su bate. Creo que es una versión de Ryne Sandberg parado a la zurda.

Los dos nacieron, igual que yo, en San Pedro de Macorís. Así que en mi elección no hay nada de regionalismo posible.

Me quedo con Canó, quien tiene madera de Cooperstown, un un templo al cual para Castillo ingresar tiene que pagar el ticket.