Ronald Reagan

Ronald Reagan

Ronald Reagan fue un elegido. Tal vez suene herética esta expresión que, sin embargo, puede someterse a escrutinio con solamente pasar revista a su longeva existencia. No fue, por cierto, el mejor actor, y ninguna de las películas en las cuales intervino figuran como obras de arte cinematográfico.

Fue un locutor radiofónico que cruzó sin pena ni gloria por los micrófonos de un sistema que entonces concentraba la atención de las gentes, pues no se popularizaba aún la televisión. Y sin embargo de ello y de otros argumentos, se constituyó en el más atrayente mandatario de su país de los últimos cincuenta años.

Conservó niveles tan altos de preferencia del electorado, que le fue dable encomendar a su Vicepresidente la tarea de sustituirlo. Este último, triunfante en la madre de todas las guerras, fue incapaz de procurar su reelección, indeciso como lo fuera tras el triunfo, e impotente para estimular el crecimiento económico. Pero este detalle es mucho más relevante si advertimos que un héroe como Dwigth David Eisenhower no pudo delegar el poder en su vicemandatario.

He leido muchas veces la novela de Morris West, «Las sandalias del pescador». Confieso que me complace ver la poderosa mano de Dios en el reordenamiento del conglomerado social de sus criaturas predilectas. West no atisbó la figura de Reagan en su casi profética visión de la presencia de un guía de la Iglesia proveniente de la cortina de hierro. Contempló, en cambio, la difusa pero percibible imagen de Mikhail Gorbachov. Pero sin Reagan, decidido y perseverante, la realidad no se habría visto enunciada en la novela.

Estábamos en Washington el día en que fuera elegido su predecesor, Jimmie Carter. Luchaba éste contra una agotada administración, inficionada de perturbaciones políticas y yerros manifiestos. Gerald Ford había saltado de la presidencia del Senado a la del estado federal, con el lastre de Watergate. Sus conciudadanos aspiraban a un cambio, más que por desechar a Ford, por inhumar los restos palpitantes de una historia de acechanzas y espionaje de corte siniestro. Pero Carter no era el hombre para los retos que encaraban los Estados Unidos de Norteamérica.

La derrota de Viet Nam sembró desilusión en el pueblo. Los soldados llegaban frustrados no ya por la dislocación de sus fuerzas, sino por la vergüenza de la inexplicable locura. Muchos, acomplejados por el infortunio, quedaron seducidos por un arma mucho más letal que las bombas y las balas, la satisfacción por los estupefacientes. Una bala disgregaba y rompía las filas, aquellas drogas minaban la moral social de una nación cuyo vigor se hacía trizas.

Carter sucumbió a su misma gestión, y quedó presa de un hombre al que el éxito negado en los estudios, le sonreía en el campo de la política. Venturosa época en la gobernación del estado de California lo catapultaba hacia Washington, y marchó firme y sin entretenerse en monsergas. Pasó por alto, con el temple del vencedor, a toda alusión a su carrera locutoril o cinematográfica, y guiado por el instinto, triunfó en noviembre de 1980. Carter tuvo en contra una dubitativa y endeble imagen que fue avasallada por la vigorosa y a la vez atractiva expresión de Reagan.

La firmeza de sus ideas, la seguridad en el logro de sus metas, la inalterable voluntad de llegar a sus objetivos, le permitieron entenderse con su pueblo. Pronto llevaba adelante políticas que, polémicas y aún discutidas, rescataron la dignidad resquebrajada por el vietcong, y en Watergate. Respaldó acciones punitivas cuya legitimidad se discutirá siempre, pero cuyos propósitos restauraron la confianza en el papel de los estadounidenses en la lucha contra las dictaduras comunistas. Impulsó políticas públicas destinadas a fortalecer al sector privado en todas las naciones. Concibió el reordenamiento del Estado nacional para que, más que una maquinaria determinante, fuese un instrumento hecho a la impulsión del crecimiento económico.

Consiguió a medias que sus propuestas llegasen a ser realidad en su propio país, pues un congreso litigioso contuvo muchas iniciativas, sobre todo en el área fiscal. Pero las gentes advirtieron siempre sus intenciones, por lo que, al cumplir su segundo mandato, las encuestas le atribuían un 76% de popularidad.

Tuvo la entereza de comunicar a su país, y al mundo, que sufría una enfermedad degenerante de las funciones cerebrales. Y Nancy, su fiel y abnegada mujer de más de medio siglo, fue capaz de guiarlo en los tiempos difíciles de esa disfunción intelectual. Ella fue luz de sus ojos durante los mandatos de California, y se dice que lo fue en los días de Washington.

Por todo ello, repito, fue Reagan un elegido.

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