Ropaje bueno para tiempos malos

Ropaje bueno para tiempos malos

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Lidia se miró en el espejo; no había dormido bien la noche anterior y se le notaba en los ojos; todavía le duraba el cansancio del viaje, la conmoción de dos sobresaltos consecutivos. Se puso la gorra verde olivo, se volvió a meter en los pantalones de mecánico; para disimular el busto y las caderas se echó arriba un blusón ancho, de rayas irregulares. Entonces tomo sus gafas de sol. Lo único que había bebido era un café con leche con mucha azúcar. – Iré directamente a la fábrica de uniformes, se dijo; después averiguaré todo lo demás. Regresó al espejo de la habitación y revisó su aspecto: gorra militar, gafas, pantalón de faena, blusón informal. Empuñó la cartera y salió a la calle.

La caminata la hizo entrar en calor a pesar de que a esa hora el sol no daba de lleno en la acera. Había poca gente circulando aún. Al llegar Lidia abrió el portón; se dirigió sin vacilar al cobertizo; frente a una mesa larguísima alcanzó a ver al jefe de operaciones de su grupo. – ¡Aquí estoy, compañero, dispuesta a aumentar la producción de uniformes para el ejército de Cuba! ¡Venceremos! El hombre levantó la cabeza sorprendido. – No esperaba oír esa voz tan temprano. – Vine cansada; imagínate tú, es un viaje tan largo. Pero la producción es la producción; aunque mis vacaciones no han terminado, mi deber es reportarme enseguida. ¿Hay algún problema especial que requiera de un esfuerzo mayor en la planta? ¿Saldrán tropas a cumplir misiones en otros países?

– No Lidia, no ocurre nada importante; es que el grupo está incompleto y no rinde igual que antes. Es mejor que hayas venido tan rápido. Los choferes que transportan lotes al interior meten chismes continuamente. Dicen que no quieren dar viajes con tan poca carga; que prefieren entregar cantidades grandes y gastar menos combustible. Repiten esto en las juntas, en el Partido, entre los jefes grandes. Tienen esa chicharra. – Me alegra saber eso; sabes que no te haré quedar mal. Empezaré hoy mismo, Elizardo. El hombre sonrió amablemente mientras examinaba atentamente la ropa de la mujer. Lidia ya había dado la espalda a Elizardo y estaba midiendo con una regla las grandes pilas de uniformes pendientes de ser ensamblados. – Elizardo, los anaqueles están llenos; pienso que la producción no ha bajado mucho. – Claro que sí; es más boca que otra cosa. ¿Lidia qué ha sido del húngaro que andaba contigo? – No sé nada de él; lo dejé en Santiago, trabajando, en la notaría del licenciado Ruiz Medallón; pero no sé cuándo vendrá. No se ha ido a la Guerra, como Mambrú; se quedó trabajando en sus enredos antiguos.

¿Te ha ido mal con ese blancote? – No, pero no sé cuándo vendrá; a estos extranjeros les gustan los papeles y los libros más que la comida. Dime lo que hay que despachar; podemos empezar a organizar el trabajo antes de que entren los otros. Mañana le diré a Azuceno que vaya a la Unidad de Investigación a preguntar por el húngaro.

– Lidia, tú tienes muchos admiradores cubanos ¿para qué andar con un tipo que no sabe bailar ni una guaracha? – No te metas en eso; yo decidiré ese asunto en el momento que lo crea oportuno. – Aquí ha venido mucha gente preguntando por ti: del paladar de Pucha, del Habana Café, de la Peluquería Realce; también Pimpollo, el chofer que viaja a Bayamo, Anacleto, el bicicletero. La gente te aprecia, Lidia. No es por darle bombo, compañera; si lo quisieras, podrías trabajar en el Salón Rosado Benny Moré. – Elizardo, pongamos manos a la obra y hablemos de estos temas otro día.

Lidia terminó sus labores a las seis de la tarde. Se fue caminando a su casa por la ruta más larga. Subió dos calles más arriba de la avenida y luego dobló para entrar al revés, y así no tener que saludar a muchos conocidos. Cuando iba a sacar la llave vio a Azuceno sentado en la puerta. – ¿Qué haces aquí? – Traje tu bicicleta y vine a saber de ti, de tu trabajo, del húngaro.

¡Lidia, estoy con los nervios de punta! Entra, Azuceno, acompáñame hasta las nueve. Hoy quiero un amigo a mi lado. – ¿Porque te has puesto esos pantalones, ese horrible camisón- No te lucen para nada. – Siéntate; te brindaré algo; -dime qué te apetece? ¿quieres café? Azuceno, no seas tonto; he vuelto a mi trabajo con gorra verde olivo, gafas ahumadas y ropa de obrero.

Dicen que «a mal tiempo buena cara». Pero mi cara, Azuceno, no puede ser buena con todo lo que ha pasado. – ¿Hablaste con el húngaro? – Sí, le dije que huyera rápido. Espero que lo haya hecho el mismo día. Es un asunto grave de los servicios de seguridad. Ya escuché la grabación. La cara mía necesitaba ayuda: gorra de miliciano, lentes oscuros, camisa de bruja. Es un tiempo malísimo hermano. La Habana, Cuba, 1993.

henriquezcaolo@hotmail.com

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