Rossalina Benjamín, una poeta atormentada

Rossalina Benjamín, una poeta atormentada

¿Qué significa habitar? ¿Cómo detener la vida errante? ¿Inmovilizar lo móvil o plantar lo expuesto? ¿Qué significa rondar? ¿Cómo hacer que al mismo tiempo lo de fuera entre (o se quede bloqueado) dentro y que lo de dentro se escape o se deslice hacia fuera? ¿Cómo escribir —o pensar— sin sustantivo, estable, ni verbo? Todo acaba en la danza de las llamas: la casa explota en una hoguera horrible y magnífica, un volcán de fuego que lleva su erupción hasta el cielo.
En el libro “Diario de un desapego”, de Rossalina Benjamín, publicado recientemente por la editora española Amargord, la huida del poeta modifica el espacio percibido mediante rupturas psíquicas. La huida es una representación del sueño del amor. Huida de los obstáculos, del muro de juicios, indiscreciones e impedimentos. Huida de los retrasos que corren el riesgo de atenuar o apagar el impulso. Sobre todo, deseo de otro lugar donde, en armoniosa complicidad con la naturaleza, los cuerpos puedan aventurarse en ese jardín de la conciencia que es abandono, juego, disfrute de un abrazo sin fin. En esta obra la huida sustituye la turbación del amor por la incertidumbre de la pertenencia. La mera imaginación de la huida, la imaginación de ese otro lugar que acogerá a los fugitivos, ese momento dulcísimo, de la experiencia amorosa. Rossalina Benjamín ha descrito su encanto:
“La casa es un árbol terrible/que esconde su sombra bajo el piso,/mientras sus raíces intentan agrietar el cielo./La casa es un áspid reptando por su piel sin dejar lastre./La casa es un olvido calculado que te afrenta sin palabras./La casa es un insecto zumbando en los oídos del deseo.”
Estas imágenes visibles y singulares de ausencias, de errancias, de flores, de deseos, sirven de rampa de acceso a un universo invisible y virtual. Entre lo semejante y lo diferente, lo lejano y lo cercano, lo experimentamos en nuestros transportes y arrebatos, existe un tercer lugar universal: inmenso mundo transparente por el que circulan los intercambios afectivos, eje o espacio blanco en el que la distancia suprime su alcance gracias al vínculo, en el que los movimientos parecen en reposo, nudo de hilos, vacilación antes de viajar, momento suspendido de los cambios de fase, mezcla, aleación, mestizaje…
La ensoñación cumple en estos versos su verdadero destino: se convierte en errancia y desatino: gracias a ella y en ella todo se vuelve hermoso. Si el soñador tuviese “oficio”, haría una obra con su ensoñación. Todo un universo contribuye así a nuestra dicha cuando la ensoñación viene a acentuar nuestro reposo, como ha dicho Gastón Bachelard.
Los metafísicos hablan a menudo de una “apertura del mundo”. Pero parecería que a Rossalina Benjamin le basta correr una cortina para estar de pronto, mediante una única iluminación, de cara al mundo.
Oscuridad, juego, hermetismo que busca en la voluptuosidad de la forma una geometría, un mapa, sitio donde poder vivir, casa arraigada. La abstracción sensorializada vuelve a poner el acento en el cosmos y una llama flamea en el cristal del hogar vacío. Tono éste para darle eco, y con atrevimiento, resonancia; palabras para que continúe diciendo en festín poético incomparable que seduce y colma de silencio, que dilata el gusto, el paladar de unos gestos convertidos en signos, en relámpagos donde podemos advertir la cicatriz y la ofrenda. Pero en esta casa que de pronto se ha vuelto amplia, una dicha de luz recorre el cielo, la manera de la transparencia exalta la multitud de detalles. Piedras y cristales atisbo de sentido y densas navegaciones.
Esta apropiación del lenguaje de lo que está fuera, de lo que físicamente está apartado de nosotros, es en la poesía de Rossalina Benjamin una forma de arraigo, de soportar el diario cautiverio en uno mismo que implica “vivir en una casa”. Ella domestica, fragmenta y diluye al salvaje antisocial que somos todos, para bien: para otórgales esos puntos de mira que le permiten trascender sus límites y observar con libertad los horizontes.
Vivir en “su hogar” en esta obra es representación (indirecta, analógica, como lo es toda representación simbólica) de la entraña maternal; de aquella entraña materna que constituye la Matriz general y última de toda forma vital. No se elige en vano “un hogar”, con su lobreguez propia, con sus pasadizos, con sus habitaciones, salas y ventanas; incluso aquí se provocan las más relevantes imágenes en los recintos más recónditos e inaccesibles. Se tiene la impresión de penetrar en la entraña formativa misma en la que se está gestando, como en su fábrica más secreta, el misterio del mundo.
Se revela la vida encapsulada en su matriz, en forma de embrión o de feto: el misterio mismo que asegura la renovación fecunda de lo que existe. Todavía la oficiante poeta no ha despegado su mano de la superficie mural; todavía no ha logrado convertir al mundo entero en templo y en santuario; todavía no ha glorificado y santificado como templo el cielo abierto, los grandes astros celestes, las montañas abiertas al cielo. Todavía lo sagrado vive aquí agazapado. Se ha revelado el misterio matricial que posee el secreto de la Vida; pero todavía no se ha logrado revelar el Mundo.
Para que Odiseo volviese a Ítaca como la figura capaz de producir discernimiento en la casa no solo era imprescindible que antes se perdiese en un largo extravío, sino también que sufriese mucho. Que el peregrinaje se caracterice como un doloroso vagar (plázein), errar sin nada a lo que agarrarse, sin asiento ni firmeza alguna, reponerse en efecto al problema de que “allá” no es posible para el mortal establecer una morada; la distancia “no” es un lugar donde quedarse, por más que sea ella que, permitiendo el retorno “aquí”, hace posible el paso del “error a la lucidez del extravío al estar de nuevo en casa” (quedarse en la distancia para Rossalina Benjamín comportaría no solo perpetuo aislamiento, sino también fracaso y equivocación); perderse “allá” es condición necesaria para estar “aquí” no de cualquier manera, sino con los ojos abiertos, haciéndose cargo, pues sólo experimentando la no firmeza puede conquistarse la firmeza, sólo perdiendo la morada es posible habitar lúcidamente la morada, es decir: “estar” reconociendo a la vez “qué” es aquello en lo que se está. ¿En qué sentido se gana “allá” eso que permite estar “aquí” —instalado en casa— críticamente, con sképsis, con distancia?
“Y descubrir ….otro eco del deseo,/de la carne que se hiere con filoso resplandor de la belleza, en la puerta de cualquier baño de damas./Y bajando la cabeza ignorarla,/pasar corriendo a su lado sin disculpas,/hasta el cristal más cercano a tratar de creerme./Y luego olvidar esa belleza inoportuna y perderme en mi disfraz de asustadiza…”.
La vida se aferra a su ámbito, pero la muerte, inevitable, intransferible, impone, sobre aquella voluntad de permanencia, la condición de lo efímero. He allí una de las paradojas centrales de la vida: no desea sino la perversión, y no se explica sino por el cerco del abismo que aparece para negarla en términos absolutos. Esas dos fuerzas que atraviesan la vida se manifiestan, respectivamente, en esta obra, por medio de la esperanza, y por medio de la angustia, y un arco pendular entre estos dos sentimientos se establece en el ser que alcanza, aunque sea por un instante, la conciencia de su finitud.

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