Rostroinaccesible

Rostroinaccesible

El pueblo debe conocer qué es lo que pasa y, sobre todo, quién hace que ocurra. Es preciso desenmascarar el rostro impenetrable del poder y de los que abusan de él en nombre del propio pueblo. Detrás del pueblo siempre estará el pueblo, la conciencia social colectiva que asegura el bien común y la dignidad de una convivencia en paz y libertad, garante de derechos inalienables e inherentes a la condición humana per se, no porque hayan sido otorgados arbitrariamente, pese a que en demasiadas ocasiones tengan que ser conquistados a un alto precio.

Por eso, la soberanía o es popular, y da carta de naturaleza a un poder democrático que gobierne y administre la vida pública, sin defraudar la confianza de los ciudadanos ni traicionar su representación, o degenera en formas oligárquicas que supeditan el bien común a intereses privados y diluyen la responsabilidad personal e intransferible en el inconsciente colectivo y, por lo tanto, anónimo, cuando no oprimen, atemorizan y maltratan bajo la apariencia de una falsa seguridad que se trueca en totalitarismo y violencia.

Cualquier sociedad que renuncie a un poco de libertad a cambio de seguridad no merece ninguna de las dos cosas. La única conciliación posible es entre libertad y justicia y, si fracasamos en este empeño, habremos perdido todo.  Sin embargo, la desintegración social, que es consecuencia directa de la crisis, tiene culpables, aunque nadie sepa a ciencia cierta identificarlos.

Desenmascararlos y exigirles que sean moralmente responsables de sus actos -y de sus omisiones- es una obligación ineludible cuando se demanda el respeto a los principios éticos y a los valores que aún sostienen el sistema.

No  me refiero a aquellos que son penalmente responsables porque en ese caso el Estado debe perseguirlos y hacerlos comparecer ante la justicia para que paguen por sus delitos.

Estoy hablando de la obligación moral, cuya expiación no depende tanto de la ley como de la rectitud de la conciencia y del deber de contrición. Es posible que el pueblo no tenga rostro o que sus millones de bocas que claman justicia y de manos que se alzan contra la tiranía actúen de forma colectiva cuando en defensa de la libertad y la independencia se reclama el poder vilmente arrebatado, pero el rostro del poder sí tiene una cara identificable.

No es la codicia ni la especulación quien saquea las arcas públicas, sino los codiciosos y los especuladores, con nombres y apellidos, que tratan inútilmente de ocultarse camuflándose en instituciones y organismos que debían servir al pueblo en lugar de aprovecharse de él.

La corrupción encuentra su mejor caldo de cultivo en la relativización de la ética y la laxitud de las conciencias. Es preciso humanizar el comportamiento público y la gestión política para que el pueblo conozca qué es lo que pasa y, sobre todo, quién hace que ocurra para saber a qué atenerse.

Cuando se producen recortes en el gasto público y se deteriora la sanidad o la educación bajo la excusa de que se trata de controlar el déficit y llevar a cabo las reformas necesarias para evitar el desastre, no hay que olvidar que alguien da las órdenes pertinentes y es el pueblo quien paga las consecuencias.

Los marginados en general no son el pueblo sino millones de hombres y mujeres condenados a la necesidad y la pobreza; los débiles y abandonados, los excluidos, los dependientes, no son los ancianos o los enfermos, es tu amigo o el vecino que de repente, sin saber a ciencia cierta qué ha ocurrido, se han visto de la noche a la mañana fuera del sistema. Y una vez que estás fuera resulta muy difícil volver.

No, no es noble la revolución en sí misma, sino por lo que persigue, por su nivel de exigencia. En la lucha contra la dura realidad el ser humano solo tiene un arma, la imaginación, que es el ingenio que fabrica las ideas y construye los sueños, el auténtico motor que mueve el mundo.

 

El autor es escritor, sociólogo y periodista, presidente del gabinete de inteligencia de Cambio 16.

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